Jóvenes y deporte en Etiopía
Autor invitado: Jesús Ángel Gabaldón* (texto y fotos)
Dilla, cuatrocientos kilómetros al sur de Addis Abeba.
Como cada fin de semana en el barrio de Haroke, el campo de los Salesianos de Don Bosco se convirtió en una olla a presión. El partido enfrentaba a trabajadores y estudiantes. El público, que hacía las veces de línea de banda, jaleaba por igual las jugadas brillantes y los empujones. Abel, mi compañero de viaje, trataba hábilmente de meter baza entre los jóvenes que seguían el encuentro mientras yo clavaba en un tronco un cartel que decía: “Próximamente, curso de formación de animadores deportivos”.
Ya estaba acabando el año escolar cuando desde el grupo de cooperación DIM, de la Universidad Politécnica de Madrid, me propusieron viajar a Etiopía como voluntario en un programa de formación para jóvenes. El proyecto, integrado en las iniciativas de Deporte para el Desarrollo y la Paz que desde el año 2004 realizan los misioneros salesianos de Etiopía en colaboración con la Politécnica, pretendía proporcionar a los jóvenes de la comunidad nuevas formas de liderazgo y participación social a través del deporte.
Recién llegado, mi primera impresión de Dilla fue la de un trozo de selva atravesada por un río de asfalto. Dediqué los primeros días a dejarme ver por el barrio y conocer la realidad de algunos jóvenes y sus familias. Pasé a sus casas. Me atiborraron de café. Aprendí todos los tipos de saludos imaginables y, sobre todo, caí en la cuenta de que mi formación de profesor de secundaria me sería tan poco útil allí como conocer las hazañas atléticas de Haile Gebrselassie. Pero quizá la peor sensación fue no saber qué sería capaz de aportar en lo personal en un lugar donde la tasa de mortalidad infantil por desnutrición y malaria superaba el 17%. A pesar de todo, mantenía la ilusión intacta.
El día que comenzó el curso, Tariku fue el primero en entrar por la puerta. Tenía un semblante serio, vestía la réplica de una camiseta del Milan y calzaba sandalias, como la mayoría. Le siguieron otros trece jóvenes de entre 16 y 23 años, por desgracia sólo dos chicas. Después de dos horas hablando yrebozándonos en el barro persiguiendo un balón ya habíamos planificado juntos el trabajo de las próximas semanas. Les interesaba conocer los reglamentos, aprender a organizar torneos y resolver las peleas diarias en el campo de fútbol. Así que ese fue el principio de nuestro intercambio educativo.
Pasábamos toda la mañana juntos. Todos aprendíamos algo nuevo cada día. Primero la clase de amhárico, después la teoría y por último la práctica, momento en el que los más pequeños nos llevaban secuestrados al patio exigiendo un par de balones por nuestra liberación.
Durante la tarde, casi seiscientos niños y niñas de la comunidad participaban en el Summer Togetherorganizado por los Salesianos a pesar de que ninguno de los religiosos apareciera mucho por allí en casi dos meses. Tampoco Tariku y el resto de jóvenes animadores los echaban en falta; podían apañárselas solos. El programa comenzaba con un par de horas de actividades de refuerzo escolar y concluía con la nube de polvo rojizo que provocaba el tumulto de los torneos deportivos. Fútbol, baloncesto, voleibol, canicas, balón prisionero, carreras… un auténtico festival de juegos.
En ocasiones trataba de echar una mano arbitrando, pero me di cuenta de que esa forma tan ortodoxa de interpretar el juego causaba aún mayor conflicto. Eso y que sencillamente no era uno de ellos, y había que respetarlo. Así que la mejor decisión era dejar todo el protagonismo en manos de los propios animadores. De hecho, cada día me gustaba más la sensación de ser prescindible, así que cogía mi cuaderno, me sentaba a observar y tomaba notas de todo cuanto llamaba mi atención: En voleibol las chicas juegan siempre atrás y son las últimas en ser elegidas; cada árbitro pita una cosa; un animador grita y pega una colleja a un niño despistado que cruza por el medio de la pista… Todas esas anécdotas se convertían en contenido de nuestro curso a la mañana siguiente.
Aquellas charlas de primera hora fueron un regalo. Hablamos de política, de derechos humanos, del Norte, del Sur, del Madrid y del Barça. Tariku era de los que esperaban al final para dar su opinión. Era un chico paciente, y además sabía que todos estábamos deseando escucharlo.
Así transcurrió aquel verano. Me sentí muy agradecido, y después de unos cuantos años de chándal, creí haber entendido qué era lo que realmente me importaba del deporte. Los jóvenes de Dilla ya lo tenían claro mucho antes que yo, por eso en estos momentos estarán preparando los torneos del próximo verano. Y lo mejor es que dará igual si yo o cualquier otro no estamos allí para decirles cómo deben hacerlo.
Tariku también da nombre a la exposición fotográfica que cuenta la historia de los jóvenes de Dilla y que, desde el viernes 24 de mayo, podrá verse en Madrid en el restaurante etíope Nuria, en la calle Manuela Malasaña 6. Donde solo por probar el especial Doro ya vale la pena ir.
(*) Jesús Ángel Gabaldón es profesor de educación física y trabaja en el desarrollo de programas de cultura de paz y transformación de conflictos a través del deporte.
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