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Tribuna
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Aborto: ¿Es posible un consenso penal?

Hay que buscar un acuerdo que evite una regulación penal compulsiva y pendular

Juan Antonio Lascuraín Sánchez

Lo primero que habría que consensuar es la necesidad misma de consenso, estrategia política con tan buena prensa como peligro para la lícita competencia de las alternativas en juego y para el legítimo desarrollo de la que tiene el apoyo mayoritario. Más que una panacea, el consenso es un potente antibiótico que debe ser administrado con cautela, solo cuando el tipo y la gravedad de la enfermedad lo requiera. Y la regulación penal de la interrupción voluntaria del embarazo lo requiere: en una sociedad democrática consolidada no puede ser que una determinada conducta salte de derecho a delito y viceversa cada ocho años, máxime cuando lejos de tratarse de un comportamiento excepcional en un área de convivencia muy específica se refiere a un entorno de decisión tan frecuente, personal y trascendente como es el embarazo, que afecta prioritariamente a un sector de la población determinado por su sexo y en el que manifiesta su interés la sociedad entera.

Lo segundo que habría que acordar es el contenido del pacto. Buena parte de la sordera que acompaña al debate sobre la sanción penal del aborto consentido por la gestante proviene de su inserción en planos distintos (moral, penal, constitucional). Y así, claro, es imposible un encuentro racional de argumentos. El pronóstico para un acuerdo no es mucho mejor cuando el diálogo coincide en el plano moral, debido a la radicalidad y a la distancia de los presupuestos de partida para la ponderación de los bienes en conflicto —en esencia, aunque no solo, la vida prenatal y la autonomía personal de la embarazada—. Afortunadamente, para llegar a un acercamiento en el debate penal no nos hace falta tanto. No se trata, claro, de decidir quién hace bien o hace mal, quién peca o deja de pecar, sino de determinar qué casos de interrupción voluntaria del embarazo deben quedar catalogados como delito y merecer por ello una pena, de prisión o no, y el reproche máximo que el Estado dirige a uno de sus ciudadanos. Esto es derecho penal, el “tío del mazo” de verdad, y por ello requiere no solo una extendida percepción colectiva acerca de la lesividad de la conducta, sino también que tal percepción alcance a la gravedad de la misma y que nos conste la probable eficacia de la pena para prevenirla. Por ello, porque los requisitos para la punición son varios, podemos disentir en la razón de la despenalización, pero acordar la racionalidad de la misma.

En una sociedad democrática no puede ser que una conducta salte de derecho
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El consenso penal no exige pues tanto como un consenso moral, pero tampoco se queda en el mero acuerdo constitucional, como a veces parece darse a entender en el debate público. Ni tan mucho ni tan poco. El acuerdo que considero necesario y que motiva este artículo no puede ser un mero pacto acerca de las legislaciones posibles, o tolerables, en materia de aborto.

Tribunal Constitucional mediante, no parece que este acuerdo sea tan complicado si se tiene en cuenta el debate social y las dificultades de controlar la pasividad legislativa. Por una parte, la propia existencia de un debate tan hondo, longevo y divisivo nos traslada la inexistencia de un pacto constitucional al respecto que deba ahora imponerse como acuerdo genuino frente al legislador. Parece así que las alternativas en discusión, la vigente y la que se proyecta, son posibles, y que la cuestión no es de inconstitucionalidad, sino de oportunidad y de estabilidad en algo tan trascendente como la protección de la vida humana. Por otra parte, en la discusión sobre la posible inconstitucionalidad de la regulación vigente suele repararse poco en que se trata de la impugnación de una despenalización, y que ello conduce a una situación institucional bastante engorrosa. Lo que se le pide al Tribunal Constitucional no es lo usual, que tache directamente una ley que figura en el boletín oficial, sino que, cual maestro regañador, obligue al legislador democrático a escribir en el mismo y a hacerlo con un determinado patrón.

El consenso penal que sugiero como posible se apoyaría en dos pivotes. El primero de ellos es la consolidación de lo esencial del sistema vigente: de un sistema que permite en general la interrupción del embarazo en las primeras semanas, y solo excepcionalmente en las posteriores, cuando se den determinadas situaciones especiales de conflicto —las llamadas “indicaciones”; mal llamadas, pues no se trata de indicar sino de permitir—. A quienes postulan una punición mayor esto les va a saber a muy poco. Considero sin embargo que deberían reparar en que las estrategias punitivas no parecen haber dado el fruto perseguido de protección de la vida humana dependiente. En que para la gestante involuntaria hay tanto en juego y, al menos durante las primeras semanas de embarazo, es tan improbable que se detecte que ha abortado, que la pena va a ser difícilmente disuasoria si se trata, como exige nuestra Constitución, de una pena proporcionada, mínimamente sensible al conflicto que padece. Deberían reparar en que la vida del embrión solo es eficazmente protegible a través de la madre, y no en su contra.

Las estrategias punitivas no parecen haber dado fruto en la protección de la vida dependiente

Replicarán, con buenos argumentos, que no buscan tanto ese tipo de intimidación del aborto querido como la afirmación general del valor de la vida prenatal, con el efecto de prevención futura del aborto que ello pueda comportar. Será hora entonces de atender a esta sensibilidad a través de la segunda coordenada del acuerdo, que será la de proceder a tal afirmación por vías alternativas a la pena, porque la letra no solo con sangre entra. Se tratará así de, amén de otras estrategias públicas de prevención de los embarazos indeseados y de ayudas a la maternidad, establecer un sistema de asesoramiento a la gestante que manifiesta su deseo de abortar que, fuera de los permisos especiales y respetando siempre su libertad de decisión, esté claramente orientado a la continuación de la gestación. Se tratará de ello y también de cuidar el lenguaje legal en este sentido, manifestando expresamente el valor constitucional de la vida prenatal —como ya hizo en su día el Tribunal Constitucional— y evitando la proclamación general del aborto como derecho. Esta es por cierto la solución actualmente vigente en Alemania.

Quienes torcerán ahora el gesto son los menos punitivistas. Confío en que no lo hagan tanto en esta transacción si reparan en que ellos, siquiera para menos supuestos, también postulan el castigo del aborto consentido —casi nadie defiende un sistema de aborto consentido totalmente impune— y en que sostienen el valor prioritario de la vida prenatal a partir del día siguiente del plazo permitido para abortar. Tal plazo, en su necesaria exactitud, solo puede tener un sentido pragmático, pero no radicalmente valorativo respecto a un continuum como el de la vida humana en formación.

Llego al final del artículo y no he expresado mi opinión personal acerca de la regulación penal más conveniente del aborto consentido. Ni lo pretendo, salvo en un punto: el de su imperiosa necesidad de estabilización. Y ello, que no es poco, requiere un acuerdo en el que las partes tendrán que ceder en su encendida controversia. Para unos será mejor que lo que existe y para los otros mejor que lo que se nos anuncia. Espero que para todos sea, en todo caso, mejor que una regulación penal compulsivamente pendular. He intentado mostrar, no sé si con demasiada ingenuidad, que el pacto es posible, porque aquellas cesiones no tienen por qué ser esenciales. Porque en realidad, como demostró la pervivencia del ambiguo sistema de permisos anterior al año 2010, unos quieren prioritariamente que no haya penas y otros desean, ante todo, la proclamación de un valor.

Juan Antonio Lascuraín es catedrático de Derecho Penal (Universidad Autónoma de Madrid)

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