Hagan como yo digo, no como yo hago
Nigel Farage, líder del UK Independence Party e ideólogo 'de facto' de la política migratoria británica. Foto:FACUNDO ARRIZABALAGA (EFE).
La Unión Europea presentó recientemente la última edición de su Informe Europeo de Desarrollo (IED), una publicación anual que desde algunos años intenta establecerse como una de las referencias en el debate sobre las políticas globales de lucha contra la pobreza. El informe –que este año se centra en el futuro de los Objetivos del Milenio (ODM)- está elaborado por tres think-tanks de prestigio en el panorama europeo (ODI, ECDPM y DIE), aunque su estilo mimetiza a la perfección el lenguaje comunicativo y las formas políticas de quienes financian el encargo: la Comisión y un puñado de gobiernos entre los que se encuentra España. Con estos mimbres, ya se imaginarán ustedes que después de leer el informe conviene no conducir maquinaria pesada, pero aún así merece la pena preguntarse si el trabajo supone una aportación relevante a un debate de enorme importancia.
Los ODM tienen una virtud por encima de cualquier otra: durante una década y media han proporcionado a la comunidad internacional una hoja de ruta en la lucha contra la pobreza. Objetivos reconocibles y mensurables, como la reducción a la mitad del número de hambrientos, el acceso de las niñas a la educación o la lucha contra enfermedades ‘olvidadas’. Cierto que en casi cada uno de estos asuntos el fracaso ha sido olímpico, pero existe una razón por la que podemos exigir cuentas a los gobiernos responsables, y es la existencia de los ODM. Si somos serios, la nueva versión de esos objetivos debería construir sobre lo anterior, no sustituirlo.
Y esto es un problema, porque el futuro parece tan desesperanzador como el pasado, pero mucho más nebuloso. Como explica con claridad el IED, lo que ocurra después de 2015 debe considerar las limitaciones de la agenda actual (que no incluye de forma seria asuntos centrales del desarrollo como la sostenibilidad o la inequidad) y la estrechez de un modelo basado en los donantes de ayuda y en quienes la reciben. Pensar en estos términos es como plantear la estrategia futura de Europa sobre la base de los Sistemas Bismarckianos. El informe identifica con claridad tres vectores que pueden determinar la convergencia global: la financiación amplia del desarrollo (desde los sistemas fiscales hasta la inversión extranjera), los acuerdos comerciales y –que suene la fanfarria- la movilidad internacional de trabajadores.
Estas consideraciones no son nuevas, pero tiene interés que vengan de los ‘voceros’ de la Comisión Europea. Así que comparto con ustedes, sufridos lectores, mis dudas existenciales: en primer lugar, me preocupa enormemente que la transición hacia una agenda relevante pero mucho menos definida entierre de manera definitiva unos objetivos que, por decirlo en su lenguaje, ‘han sido alcanzados por debajo del nivel de optimización’ (y solo un poco por encima del de humillación). ¿No deberíamos asegurarnos, por ejemplo, de que el nuevo objetivo de una cobertura universal de salud (que está sobre la mesa) incorpore de forma explícita el desarrollo de tratamientos eficaces contra la malaria, una enfermedad que en 2010 mató a cerca de 700.000 personas? Dijimos que lo haríamos antes de 2015, pero eso no va a ocurrir.
En segundo lugar, el estado de lobotomía colectiva por el que atraviesan las instituciones y los Estados miembros de la UE ofrece un aval escaso para este tipo de discursos. En todos y cada uno de los asuntos en los que el informe declara al mundo la Buena Nueva (con la excepción, quizás, de la lucha contra el cambio climático), los fracasos al interior de nuestra fronteras le helarían la sonrisa al mismísimo Cavalliere. Desde la reforma de los mercados financieros a la garantía de los servicios básicos o el futuro de las políticas migratorias, Europa y sus gobiernos están hincando la rodilla ante especuladores, privatizadores de puerta giratoria, nacionalistas decimonónicos o, sencillamente, partidos abiertamente xenófobos, como ha ocurrido esta semana en el Reino Unido. ¿Realmente podemos defender un proyecto para el progreso del planeta si somos incapaces de pergeñar uno para nosotros mismos? ¿Dónde está la inspiración que Europa ofreció al mundo durante décadas?
Tal vez el próximo Informe Europeo de Desarrollo debería dedicarse íntegramente al estudio de nuestro propio ombligo.
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