La Transición y el extraño consenso
Necesitamos sentir que la Constitución es nuestra, que nosotros somos sus dueños. No debe ser un instrumento jurídico frente al nacionalismo, sino la casa común de todas las sensibilidades democráticas
Hace bien Jordi Gracia al señalar que la actual refriega entre los partidarios de la “Transición inmaculada” y los de la “Transición putrefacta” tiene mucho de pueril y poco de constructiva. Pero, más allá de los reduccionismos maniqueos de uno y otro banderío, parece incontestable que la mera existencia de tal refriega demuestra que el “consenso de la Transición” se encuentra hoy resquebrajado. Una circunstancia sobre la que merece la pena detenerse.
Aunque en su comprensión más inmediata la expresión “consenso” alude a aquello en lo que todos están de acuerdo, lo cierto es que el consenso de la Transición incluía aspectos que muchos de sus protagonistas sencillamente no abrazaban. Por eso se trataba, claro, no de un consenso ideológico, sino de uno político, un acuerdo de mínimos en el que cada parte cede en algo para que sea posible el compromiso y la vida en común. Profundizar en esta aparentemente cándida distinción quizás nos permita diagnosticar mejor el momento en el que nos encontramos.
Aquel consenso lo sellaron los franquistas y la oposición democrática. No fue, por tanto, un pacto entre demócratas. Y en esa medida, tampoco lo pactado pudo ser completamente democrático, pues necesariamente los representantes de la dictadura tuvieron que haber arrancado algo de su parte. Y eso —que se desprende de la propia configuración lógica del acuerdo, y que es lo que lo hizo considerablemente (pero no del todo) pacífico y, en ese sentido, ejemplar— es lo que la versión edulcorada de la Transición se esfuerza en ocultar. En la medida en que se evitó la sangre, la Transición fue modélica; pero, precisamente por eso, tuvo que ceder en aspectos cruciales.
¿En cuáles? El paso del tiempo los ha ido trayendo a primera línea de actualidad, y resulta revelador que entre ellos destaquen algunos de los clásicos de nuestro constitucionalismo: la cuestión territorial, la cuestión monárquica y la cuestión social, exteriorizada hoy en términos de regeneración democrática.
El inmovilismo institucional provoca una perplejidad indescriptible, sobre todo entre los jóvenes
La democracia necesita un demos para poder concebirse, y es ese mismo demos el que el nacionalismo pone en duda, de ahí que la cuestión territorial resulte especialmente compleja a la hora de ser abordada desde la teoría democrática. Pero, sea de ello lo que fuere, todo parece indicar que mientras la Constitución de 1978 ha resultado eficaz ante un nacionalismo étnico y sangriento como el de ETA —frente al cual su superioridad moral y democrática era sencillamente infinita— quizás no lo sea tanto ante uno de corte electoral y pacífico como lo es el catalán. De hecho, la propia construcción terminológica que acabo de utilizar es ya parte del problema, puesto que la Constitución no debería ser un instrumento jurídico frente a o ante el nacionalismo, sino la casa común de todas las sensibilidades democráticas del país, incluida, también, la de aquel que quiera irse. Después de todo, si el propio consenso desde el que se dirime la cuestión no asumiera tal extremo, ¿cómo podría entonces zafarse a su vez de la propia y merecida categoría de nacionalismo étnico?
Con respecto a la Monarquía, lo primero es repetir que no es en absoluto incompatible con la democracia. Ya Locke denominaba al rey “la cabeza de la República”, una expresión sobre la que deberían reflexionar quienes gustan de contraponer una cosa y otra. Pero lo segundo es señalar que en la concreta configuración monárquica que se selló entonces sí que hay cosas que contradicen el ideal democrático. No es democráticamente admisible que el Rey sea el jefe de las Fuerzas Armadas. No lo es que sea legalmente irresponsable, como si su persona se agotara en la Corona y no encarnara, además, a un ciudadano dueño de sus actos. No lo es la regulación de la sucesión dinástica. Y aunque no estuviera en la letra, pero sí, desde luego, en el espíritu del pacto, no lo es el silencio mediático impuesto, durante demasiados años, ante sus acciones. Todo eso no es democrático, sino todo lo contrario.
Pero es en lo tocante al anhelo de regeneración democrática donde el consenso de la Transición se revela hoy especialmente enrarecido. Porque parece haber mutado, de tal modo que lo que en un principio se asumió como un consenso político —dictado por la situación y la necesidad, y asumido por tanto como mal menor— se manifiesta hoy de modo rutinario e invariable como uno ideológico, esto es, interiorizado como propio y sentido como un valor.
En su novela Anatomía de un instante, Javier Cercas utiliza una hermosísima anécdota para reseñar la transición de Adolfo Suárez desde el falangista de provincias que en un principio fue al demócrata convencido que acabó siendo. Confundido con un héroe italiano de la resistencia contra los nazis, un delincuente de poca monta se hace pasar por él y, tras “una sutil, casi invisible metamorfosis”, acaba abrazando sus valores y dando su vida por ellos. “¡Viva Italia!” son sus últimas palabras antes de morir fusilado. Una transformación que, en el caso de Suárez, atrapa a la perfección su inolvidable gesto ante Tejero aquel fatídico 23-F de 1981.
Antes el abstencionismo era espontáneo y se pasaba con la edad. Ahora es consciente y razonado
Pues bien, en ocasiones parece que la oposición democrática (de izquierda y de derecha, no lo olvidemos) ha transitado el camino inverso, viniendo a abrazar con inusitada sinceridad aspectos cruciales de un consenso aceptado en su día solo por necesidad. ¿De veras creen el PP y el PSOE en un sistema electoral con voto desigual? ¿De veras creen que el mejor modo de representar nuestra complejidad territorial es un Senado perfectamente ornamental? ¿De veras creen en partidos políticos sin militantes —esto es, sin creyentes— sufragados con dinero público y controlados por las cúpulas? ¿De veras creen que la única legitimidad concebible es la que encierran los únicos votos que el sistema permite, los desiguales, y que por tanto las encuestas o la calle no tienen ninguna validez democrática? ¿De veras creen que este sistema político sigue siendo el que necesitamos?
Cada vez que se esgrime el consenso para justificar el inmovilismo institucional y el privilegiado statu quo de ciertos actores políticos —que es para lo único para lo que se esgrime ya— se genera una perplejidad indescriptible entre la sociedad, en especial entre los jóvenes. Si ambos partidos creen en todo lo mencionado, entonces la desafección no puede estar más justificada. Y si, como parece evidente, no creen realmente en ello… ¿por qué mantienen el consenso? En el bipartito parecen ser los únicos que hacen como que siguen dormidos en un cuento que, adaptando aquello de Monterroso, bien podría relatarse así: “Cuando despertó, el ejército golpista ya no estaba allí”.
La sensibilidad democrática de la juventud es muy distinta a la de la generación de la Transición. A un veinteañero que ha crecido apretando en Facebook el botón de “me gusta” o votando en televisión por su cantante favorito, ningún argumento sobre la faz de la tierra le va a convencer de que un sistema político en el que el voto es abrumadoramente desigual es “democrático”. Eso pudo funcionar con los niños de Lola Flores y el No-Do o con los de Mecano y las dos cadenas de RTVE, pero pensar que va a seguir haciéndolo con los chavales que han madurado alimentados por móviles con Internet es apostar contra lo obvio. No va a ocurrir.
Tampoco, por cierto, cuando la crisis económica escampe. Antes el abstencionismo era espontáneo y se pasaba con la edad. Ahora es consciente y razonado. Desde el 15-M se ha generado una formidable socialización deliberativa del descontento. Hoy la desafección no es una actitud pasajera, sino un conjunto de razones argumentadas y contrastadas que la inmensa mayoría de la juventud comparte. Las cosas han cambiado ahí fuera.
Por eso no se trata ni de beatificar la Transición ni de condenarla a los infiernos, sino de revivir la cultura del pacto y del acuerdo que un día la tornó posible. Necesitamos transitar otra vez desde un andamiaje heredado y en buena medida obsoleto a uno construido entre todos que nos abra las puertas del futuro. Necesitamos sentir otra vez que la Constitución es nuestra, que nosotros somos sus dueños y que es ella la que se nos somete, porque desde este extraño consenso impostado e imposible la impresión que prevalece es más bien la contraria.
Jorge Urdánoz Ganuza es profesor de Filosofía del Derecho y del Máster de Derechos Humanos de la Universidad Oberta de Catalunya.
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