Se comparte palacio “con bicho dentro”
Marqueses, duques, condes... Herederos de castillos y mansiones, los dueños del patrimonio privado de España, lo rentabilizan. Arreglan sus 'casas' y abren sus puertas: “Pague y viva como nosotros”
Regina Martínez Gil Laurens tenía la costumbre de recibir a sus huéspedes a tiros. Cada vez que sonaba el aldabón de la puerta del castillo dejaba sus libros de filología hispánica sobre la mesa de estudio, bajaba dos pisos de peldaños de ladrillo arrastrando la mano por la barandilla de madera, cogía la escopeta al final de la escalera, salía al patio y pum, pum —solían ser dos—. Apuntaba al aire, disparaba y, acto seguido, preguntaba: “¿Quién hay?”. Así sucedió hasta 1998, cuando murió con casi 70 años. Viuda desde 1980, vivió mucho tiempo sola en esa fortaleza de Ruidabella, que en el siglo XV fue granja de abades, y que se encuentra inmersa en la Conca del Barberá (Tarragona), en la Toscana española.
Ese castillo de cuento es hoy la “herencia envenenada” de su hijo Pedro Gil Moreno de Mora Martínez Gil, “de los Moreno de Mora de toda la vida”, que cuenta esta historia, o la de que su madre le vestía de fantasma para espantar a los huéspedes, o que “se ponía miel en las manos para saludar a los visitantes” y que se “sacó la carrera de Filología con más de sesenta años”, o la de su tatarabuelo y sus fragatas de esclavos y la de su bisabuelo y la empresa que fue el germen de la Compañía de Electricidad Sevillana… Un cuento tras otro, relatos de antepasados nobles corrían de boca en boca hace dos semanas, al caer la tarde, en una curiosa reunión en un palacete de Córdoba.
Es la casa de mi madre si la usa, pero el resto del tiempo está en alquiler Hernando de las Bárcenas
Decenas de herederos de castillos y palacios de España se daban cita en uno de los doce patios del palacio de los marqueses de Viana, en el corazón de la que fuera capital del califato. Se mezclaba el olor del azahar con el de las adelfas mientras se celebraba un cóctel con representantes de algunas de las familias que poseen buena parte del patrimonio privado español. Estaban, entre otros, los De las Bárcenas Fitz-James Stuart —Hernando y Javier—, dueños del Castillo de Belmonte en Cuenca o de la Casa de la Marquesa de Tenorio en el barrio de Santa Cruz de Sevilla y cuyo linaje entronca con el propio marqués de Viana —amigo del rey Alfonso XIII—, con Juana la Beltraneja —cuestionada hija de Enrique IV (El Impotente)—, o con la emperatriz consorte de los franceses y esposa de Napoleón III, Eugenia de Montijo. También se dejaron caer por allí los Arteaga, propietarios del Castillo de Manzanares el Real en Madrid o del de La Monclova en la capital hispalense, descendientes del Duque del Infantado, título concedido por los Reyes Católicos. Estaba Iván Arteaga, a falta de su hermano, Íñigo, fallecido recientemente en un accidente de avioneta cuando volvía de una boda. Había doble representación de los Vañó: los dos hermanos, Paco y Rosa, descendientes de la familia de los marqueses de Camarasa, y propietarios del Castillo de Canena en Úbeda (Jaén), convertido hoy, además de en casa-palacio, en la fábrica del aceite de oliva virgen español más exportado. Y la dispuesta y divertida Cristina Ybarra, emparentada con el conde de la Maza, que lo mismo hablaba de gobernadores romanos, sultanes árabes o del rodaje del Reino de los cielos de Ridley Scott cuando presumía de sus diseños en el palacio de Portocarrero (Palma del Río). También fue Fernando Solís Atienza, el joven —35 años— heredero del castillo cordobés de Almodóvar del Río. Se lo legó a él —y no a su padre ni a su abuelo— su bisabuelo, el conde de Torralba, un hombre interesante que no se casó “porque decía no tener dinero para mantener a una mujer” y dedicó su vida a restaurar de manera meticulosa, entre viaje y viaje por el mundo, su imponente fortaleza, donde al día siguiente de esa velada primaveral con efluvios de azahar y nobles narraciones se celebraron unas jornadas.
Las titularon Primer Encuentro de Propietarios de Castillos y Palacios de España y básicamente trataban de responder a una pregunta: ¿Qué hacemos con nuestros castillos y nuestros palacios? Además de una contundente comida medieval, en la que no faltaron disfraces, el asunto era crear una asociación que ayudara a rentabilizar todas esas majestuosas propiedades que, siglos después, ordeñan las fortunas de históricos linajes.
Las piedras no te las· puedes llevar a Suiza Pedro Gil
La Historia —con mayúsculas— puede verse y olerse por los pasillos, los salones y estancias de los lugares que fueron morada de esas estirpes de alta alcurnia. Sin embargo, ahora es un esquiador profesional de largo apellido, Pedro Gil Moreno de Mora..., el hijo de esa mujer de armas tomar, quien recibe a las puertas del Castillo de Ruidabella a todo aquel que desee comerse una calçotada (mínimo cuatro personas y 45 euros por barba), o vivir un fin de semana como un noble medieval con jacuzzi (800 euros, dos personas). El castillo ha ido pasando de padres a hijos desde que un banquero de la familia lo adquiriese en subasta pública allá por 1841. Nobles navegantes y navieros, ingenieros o empresarios, amantes del arte amigos de Sorolla… Hasta caer en las manos de un exdeportista profesional y de su mujer, Martina, una farmacéutica alemana. Son los habitantes del castillo hoy, junto con su hijo pequeño. Y, como tantos otros descendientes de la nobleza española —se calcula que hay 10.000 castillos y los palacios no se han censado—, han encontrado la fórmula para rentabilizarlos. Comparten su patrimonio y su historia. La directora de la Fundación Casas Históricas de España, Ana Yañez, habla de “tendencia”. Pero Gil lo resume con más sorna en una frase: “Las piedras no te las· puedes llevar a Suiza”.
El mercado del lujo creció el año pasado un 20% y en España se está abre un nuevo nicho: el turismo del patrimonio privado vendido como “experiencia”: viva como un noble español. En lugar de la máxima que impelía a la aristocracia a conservar su legado, “nobleza obliga” —Noblesse oblige, en francés—-, otra: “Comparto palacio (o castillo)”.
Lo vio claro Isabel Benjumea, que a sus 32 años aparecía el mes pasado como joven emprendedora en la revista Forbes con su empresa Greatness. Su eslogan: “La España más privada y oculta. La herencia cultural española”. Nacida en familia numerosa, crecida en Madrid, estudiada en Empresariales, y viajada por las Américas, Benjumea ha creado una red de propietarios de palacios que han optado por meterse a empresarios con “lo suyo”. Como Hernando de Bárcenas que, según abre las puertas de la llamada casa de la Marquesa de Tenorio —por su madre, María Eugenia FitzJames Stuart—, en el barrio de Santa Cruz de Sevilla, cuenta que su bisabuela, Carmen Saavedra duquesa de Peñaranda, era famosa y querida en la ciudad del Guadalquivir “porque convirtió su casa en punto de encuentro de intelectuales, folclóricos, políticos...”. Lo atestiguan las fotos de la casa, los cientos de libros encuadernados con papel de agua y lomo de cuero de la biblioteca, y los cuadros —una colección de arte contemporáneo— que decoran ese palacio del siglo XIII. “Sigue siendo la residencia de mi madre cuando la usa, pero el resto del tiempo está en alquiler [unos 15.000 euros la semana con servicio incluido]”.
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