Capítulo 2: La logística personal
Segunda entrada de la saga de la cooperanteMariona García, situada en un país de América Latina. Se trata de una historia sin épica, que pretende ilustrar cómo viven los cooperantes de desarrollo el cambio de hogar y la adaptación a otro entorno y a otra cultura tan diferentes de los suyos propios. Son historias de fin de semana.
¿Qué haces para instalarte en un sitio donde a) no conoces a casi nadie b) no tiene los medios para que un extraño localice lo que necesita porque funciona todo informalmente? Pues arremangarte, acudir a quines conoces, preguntar mucho, caminar y contrastar. Porque además, en un lugar como éste donde el blanco es sinónimo de dinero (¿quién fue que me dijo que era como caminar con un símbolo de euro en la frente?), donde los precios no están fijados ni regulados, hay que comparar para adquirir cualquier cosa, todo, desde el alquiler hasta la leche.
Empezamos con un lugar para vivir, problemas: tiene que estar amueblado, no puede ser caro, debe estar en la zona del pueblo que tiene servicios públicos y no parece que existan las inmobiliarias (easypiso, segundamano, u otros). Así que hay dos alternativas: caminar buscando carteles de “se alquila”, llamar y que, en la mayoría de los casos, no te responda nadie, y si te contestan, te sientan el acento e inmediatamente suban el precio o empezar a hacer correr la voz de que necesitas una casa. Esta segunda opción resultó ser la más efectiva, en pocos días tenía un sitio, un poco kitsch vale, amueblado más para el gusto de mi abuela, pero una casa al fin y al cabo. Con el plus de que tengo de vecinos a algún que otro blanco, uno de ellos de otra organización internacional, es decir otro hilo del que tirar para tener algo de contacto social (diréis que nos juntamos los de fuera y vamos creando nuestro gueto, vale os lo concedo, pero también es la forma de tener un poco de respiro y de contacto con el mundo que nos es más cercano, de hablar de tonterías y de soñar con una caña y un poco de jamón).
Resuelto lo de la casa, pasamos a la “intendencia” es decir la comida, donde puedes optar por comer en la calle, lo que significa que has de aceptar que la ensalada (a pesar del calor inclemente) esté constituida por dos, sí DOS, rodajas de tomate y que el resto sea arroz, una proteína, judías o similares y una serie de tubérculos, normalmente fritos ¿a que en verano esto no apetece del todo? Así que pensé que había que aventurarse a lo hecho en casa, cosa que tiene sus sorpresas positivas (¡el aceite de oliva existe!) y negativas (cuesta 5 veces lo que en Madrid). Además como es natural la oferta de los supermercados (sí, hay algún supermercado, esto tiene 40 mil habitantes al fin de cuentas) se adapta a la demanda, es decir que puedes encontrarte con que en todo el supermercado hay solamente una berenjena, que la coliflor puede tener 2 semanas o que no hay ninguna, ninguna lechuga comestible de la única variedad de toda la tienda y donde no hay manera de que el carnicero entienda lo que es un filete y básicamente te entregue un trozo de algo que no hay forma de cortar por ningún lado.
Además de esto has de aceptar que la luz puede irse en cualquier momento, hay que asegurarse de tener estabilizadores para que los aparatos electrónicos superen esta estancia,, que te levantes y no haya agua, teniendo que pasar a la ducha manual, léase cuenco en mano, barreño en el suelo, y que las calles dejen de serlo y pasen a convertirse en ríos.
Y eso que pertenezco al grupo de totalmente privilegiados de este sitio, porque en el barrio donde trabajo (un barrio de invasión en las afueras), por no haber no hay ni acueducto, la gente puede ganar 100 euros mensuales y con eso ha de mantener a toda una familia normalmente monoparental, la madre, con 5, 6 hijos, la comida decente del día de los más pequeños es la que les dan en el cole, niños que al salir no tienen un lugar donde jugar y han de hacerlo al lado de los riachuelos por donde baja toda la basura y las aguas negras de sus mismas casas, casas con una sola habitación de media, ….
Así que no me quejo, me adapto y cuando hace mucho calor, no he conseguido hacer una ensalada en condiciones y necesito recordarme porque me he metido en esto, me doy un paseo por el barrio y me quedo mirando a la señora que con toda la alegría, intenta tener quieta a su hija de tres años para que se deje hacer una trenza. Esas sonrisas hacen mi día.
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