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LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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La crisis del modelo de Monarquía blindada

La transparencia y la regulación legal de la institución son condiciones necesarias, aunque no suficientes, para su recuperación. El Gobierno y el Parlamento son imprescindibles en el desafío de apuntalar la Corona

RAQUEL MARIN

La Monarquía vive en España una situación crítica que reclama a gritos una reforma. Es una institución curiosa: tan visible como poco transparente, tan popular como, en realidad, escasamente comprendida por el común. Se trata de una figura históricamente potente en nuestro país, donde, salvo en breves y azarosos periodos, ha habido un Estado débil con una Monarquía fuerte. El diseño constitucional actual de la Corona configura, sin embargo, una Monarquía particularmente embridada, con competencias modestas y tasadas, actuadas siempre a propuesta de otros órganos (actos debidos) y refrendadas por el Gobierno. El monarca es jefe del Estado, esto es, le representa globalmente y de ahí su importancia en las relaciones internacionales y también que los actos más importantes procedentes del resto de órganos constitucionales (la Ley del Parlamento, los decretos del Gobierno, las sentencias del Judicial, etcétera) deban contar con su participación, normalmente, vía firma. Con la sanción de las leyes, por ejemplo, el Rey “estataliza” uno de los actos más relevantes de uno de los poderes más importantes, el Legislador. Y así con los actos más importantes del resto de poderes. Su posición constitucional es cercana a la de los otros monarcas parlamentarios, pero también a la de los presidentes de las repúblicas parlamentarias, como Alemania o Italia. Lo más parecido (en cuanto a los poderes) a un rey del siglo XIX no es un rey del siglo XXI, sino un presidente de una república presidencialista, como Estados Unidos, por ejemplo.

Pero las competencias mencionadas y las que se reconocen expresamente en los artículos 62 y 63 de la Constitución apenas explican el capital papel del Rey en el sistema político. No estamos hablando de un funcionario, aunque sea de alto standing. De la jefatura del Estado derivan las limitadas competencias jurídicas de las que venimos hablando, pero también y sobre todo interesantes funciones simbólicas. El propio artículo 56 CE, el que define la posición del Monarca, lo describe como “símbolo” de la unidad y permanencia del Estado. Precisamente este carácter simbólico de la institución es hoy su punto fuerte. Paradójicamente, ser una magistratura no de poder, sino de influencia y persuasión, no de potestas, sino de auctoritas, le ha sentado fenomenal para sobrevivir en un régimen democrático, donde todo poder tiene que tener una legitimidad de origen (elección) y otra de ejercicio (control). Para poder ser admitida entre las instituciones democráticas, la Monarquía, que no es electiva ni está sometida a control, solo puede hacer una cosa: no tener poder. Sin embargo, paradójicamente, la draconiana dieta de poder le ha permitido a la Corona ganar peso político. No sorprende, por ello, que sea normalmente una de las instituciones mejor valoradas por la opinión pública. El jefe del Estado no se quema políticamente tomando decisiones en las que unos ganan y otros pierden; al revés, su posición imparcial y permanente en el sistema le hace ganar prestigio proporcionando serenidad, equilibrio y continuidad más allá de la extenuante lucha partidista.

Su impronta simbólica obliga al Rey
a someterse a un plebiscito
popular diario de aprobación

Ahora bien, esta impronta simbólica de la Monarquía la hace, al mismo tiempo, extraordinariamente vulnerable. El secreto de su éxito es su potencial punto débil. La Monarquía se alimenta de la confianza ciudadana de un modo más acuciante que el resto de instituciones porque los titulares de estas pueden ser cesados, sancionados o no reelegidos, pero el rey no. La Monarquía se somete a un plebiscito popular diario de aprobación. El susurro de hoy puede ser el estallido de mañana. En este contexto se plantea la actual crisis política, por razones bien conocidas, imputables unas al Monarca y su familia, y otras al momento del país, que ya no está para aceptar acríticamente lo que hagan sus actores políticos. Después de la crisis, la ejemplaridad ya no es una opción.

Por la peculiaridad de nuestra Transición política, sobre todo por el hecho de que fuera el Monarca y no una asamblea democrática quien controlara el proceso, por lo menos hasta las elecciones de junio de 1977, nuestra Constitución, que no configura, como se ha dicho, una Corona potente desde el punto de vista de las competencias jurídicas, sí la blinda, sin embargo, de eventuales reformas y, por supuesto, de una temida posible abolición, a través del camino casi intransitable de la reforma más agravada prevista en el artículo 168 CE. Este blindaje jurídico, esta hiperrigidez, se acaba volviendo en contra de la institución al obstaculizar en demasía reformas necesarias como la de la supresión de la regla de preferencia de los varones sobre las mujeres en el orden sucesorio. A este extraordinario blindaje jurídico que ofrece nuestra Constitución, se fue sumando más tarde un blindaje político aún mayor, que tendría dos rostros, la conspiración de silencio mediática en torno al Rey y los suyos y la pasividad de nuestros actores políticos a la hora de regular la institución, a pesar de que, por ejemplo, el artículo 57.5 CE remite a una ley orgánica (que nunca se ha llegado a dictar) las abdicaciones, renuncias y cualquier duda sobre el orden sucesorio. Posiblemente, con todo ello se pretendía no llamar la atención sobre la institución para no crear problemas donde aparentemente no existirían. La discreción parecía sentarla muy bien.

El Monarca debería ser el primer interesado en someter su
actividad a la opinión pública

Pero las instituciones, para evolucionar, para adaptarse a los tiempos cambiantes, y mucho más si son difíciles, no pueden moverse con tanto blindaje. El peso de la armadura no las permite avanzar. Hace falta introducir cambios, pero ocurre que, también paradójicamente, esos cambios, incluso inducidos en algunos casos por errores propios, ofrecen a la Corona, una vez más, una oportunidad de supervivencia y de recuperación del prestigio perdido. La Monarquía como institución es una especialista en supervivencia porque existía antes de que ni remotamente hubiera Estados o que fueran democráticos. El velo de silencio periodístico ha sido, por fortuna, irrevocablemente levantado, pero es preciso ir más allá. La tramitación de la Ley de Transparencia es una magnífica ocasión para la institución; el Monarca debería ser el primer interesado en someter su actividad a la opinión pública. Hay que hacer reformas en casa: hay que poner paredes de cristal en La Zarzuela (y en cualquier otro edificio público o que reciba fondos públicos, porque la democracia perece detrás de las puertas cerradas). El Rey y los actores políticos debieran comprender que, más allá de la coyuntura actual con la peripecia de hechos conocidos, es el propio modelo de Monarquía blindada de los últimos decenios la que ha entrado en una crisis sin retorno. Por otro lado, el caso Urdangarin ha mostrado abruptamente la imperiosa necesidad de regular legalmente el estatuto de la familia real. Esta carencia ya había sido advertida desde hace mucho tiempo, sin éxito, por la literatura constitucionalista española, sobre todo en relación con el estatuto del príncipe de Asturias a partir de los trabajos de Antonio Torres del Moral. No tiene sentido, creo, mantener el viejo esquema de la Monarquía blindada, que, en la actualidad, la convierte en una figura vergonzante y a la defensiva. El ritmo del cambio no puede provenir de la página de sucesos procesales penales o de la prensa rosa. La Corona española ha atesorado muchos argumentos a su favor, pero para sostener su autoridad no es suficiente el historial de servicios prestados. La transparencia y la regulación legal de la institución no debieran ser vistos como una concesión a los escándalos o un simple cortafuego político, aunque, en parte, es innegable que lo son. Ni mucho menos como una derogación de autoridad, sino justo lo contrario, como la condición necesaria, aunque no suficiente, de su recuperación. La institución debe despojarse de su pesada armadura y en esta tarea es responsable no solo el Monarca, sino fundamentalmente el Gobierno y el Parlamento.

Fernando Rey Martínez es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Valladolid.

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