Elogio literario del siglo XV
La cultura de la época es un insólito precedente de lo que hoy entendemos por modernidad atemporal
Para alguien aquejado de libropesía (el término es de Quevedo) como quien firma estas líneas, la literatura castellana del siglo XV es un rico venero de sorpresas y causa frecuente de admiración: semillero o almáciga de géneros que se desenvolverán más tarde y precedentes insólitos de lo que hoy entendemos por modernidad atemporal. Si, como concuerdan los más conspicuos representantes de la enseñanza universitaria, El laberinto de la fortuna de Juan de Mena preludia el culteranismo de Las soledades de su paisano Góngora, los sonetos al itálico modo del Marqués de Santillana anticipan el verso renacentista que cuajó felizmente en Boscán y sobre todo en los endecasílabos, elegías y églogas de Garcilaso. La corriente culta del amor cortés hallaría su cauce adecuado en la métrica toscana como ha dejado muy bien sentado Francisco Rico. Por dicha razón cabe hablar de poesía prerrenacentista y preculterana. Lo que nos vino de Italia encontró por así decirlo un terreno abonado.
Junto a la expresión del amor cortés, con su exaltación idealizada de la mujer, discurre otra de una misoginia impulsiva muy común en la clase eclesiástica de la época (y en la de nuestros días). El Arcipreste de Talavera o Corbacho, compuesto en 1438 e impreso 60 años más tarde, es el mejor ejemplo de esta última. Su estructura didáctica, en la que el autor se dirige al lector para aleccionarle sobre “los vicios y tachas de las malas y perversas mujeres”, a las que achaca todos los males y pecados del mundo desde que Eva comió la maldita manzana, incluye reiterados incisos en los que a modo de ejemplo de su didascalia concede la palabra a sus enemigas juradas. Los soliloquios femeniles incrustados en el farragoso lastre de sus prédicas nos deslumbran aún hoy por su inventiva y viveza. Como voces grabadas por un magnetófono de cara a un invisible auditorio, alternan lamentos y burlas con invectivas y sátiras. El habla coloquial de Martínez de Toledo no tiene desperdicio: es un verdadero regalo al oído e invita a una lectura en voz alta. Como advirtió Dámaso Alonso (no en vano tradujo al español el Retrato del artista adolescente), la prosa del Arcipreste constituye un singular precedente del monólogo interior joyciano: la voz narrada se dirige a un lector o auditor que no nos es descrito nunca. Este sabroso flujo verbal nos recuerda al de las heroínas habaneras de Tres tristes tigres de Cabrera Infante y muchos pasajes de Larva, la ambiciosa novela de Julián Ríos. Escuchamos las voces y su encuadre —contexto— se nos revela al hilo de su discurso.
Los monólogos de 'Arcipreste de Talavera' reflejan la convulsa realidad social de la España de entonces
El Corbacho, bajo su envoltorio de tenaz sermoneo, esconde un inapreciable tesoro léxico. La riqueza del castellano del siglo XV, reflejo de la complejidad social de la época, no se sujetaba a norma alguna y el rastreo de vocablos luego arrinconados y caídos en desuso no debería ser predio exclusivo de eruditos sino un ejercicio aconsejable a los profanos enamorados de la lengua de Cervantes. Si en el capítulo IX de la Primera Parte del Quijote este nos dice ser “un aficionado a leer aunque sean los papeles rotos de las calles”, yo lo soy de las palabras que suenan íntimas pero extrañas a nuestro oído aunque antaño fueran nuestras (lo mismo me ocurre con las de las comunidades indígenas de Iberoamérica, como las que figuran en algunas de las grandes novelas de la centuria que dejamos atrás).
Si nos ceñimos al siglo ya nombrado, a los latinismos de su vertiente culta, parodiados con gracia por algunos copleros y versificadores de la prole de Juan Ruiz, habría que añadir los guay! tan en boga entre los jóvenes de hoy y característicos antes de la comunidad hispanohebrea, así como una ristra de términos árabes transliterados o adaptados a partir de él, términos todavía vigentes en el Magreb: “inflación” (por vanidad), “alatares” (especieros), “alguaquida” (pajilla con la que se prendía fuego y ahora cerilla, vocablo que curiosamente reaparece en Valle-Inclán), y un largo etcétera.
Igualmente es de lamentar la extinción de palabras de origen latino tan expresivas como “amblar”, por mover sensualmente las caderas (y ¿por qué no acuñar su sustantivación de “ambleo”?) o de “coamante” en vez del insufrible compañero o compañera sentimental que suena a tango de Gardel. (Resulta en verdad chocante leer casi a diario en nuestras sociedades machistas “asesinada, apuñalada, arrojada desde un cuarto piso por su compañero sentimental”. ¡Vaya sentimientos!). Coamante es un epiceno que se aplica por igual a la pareja masculina, femenina o del mismo sexo, sin connotación peyorativa alguna. Al otro lado del Atlántico, los hispanohablantes aciertan en la elección de vocablos mejor que en nuestra península: friolento en vez de friolero, arrecho por empalmado, el bello durazno en vez del horrendo melocotón…
Los monólogos de Arcipreste de Talavera, como una buena parte de la literatura popular de la época, reflejan la convulsa realidad social de la España que fue pero que oficialmente no ha sido: la de una conflictiva pero fecunda mezcla de creencias y lenguas de la que brotarían más tarde con fuego las voces de Celestina y las rameras de la tragicomedia de Fernando de Rojas y la de la Lozana andaluza esa otra joya celosamente encerrada en su estuche durante cinco siglos por los guardianes de la fe y las buenas costumbres.
Juan Goytisolo es escritor.
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