Obama en Israel
Washington no puede escapar a sus responsabilidades en la región y debería auspiciar un nuevo proyecto de paz
Los discursos, por esmerados que sean, no resuelven conflictos, mucho menos los tan históricamente enquistados como el de Israel y los palestinos. Barack Obama ha ido a Jerusalén no para avanzar una nueva iniciativa que sacuda un petrificado panorama negociador, sino para recordar al primer ministro Netanyahu que la solución de los dos Estados —en aparente coma irreversible— es la única que asegura los intereses vitales de Israel (dada su evolución demográfica), además de la justa para las legítimas aspiraciones palestinas. El viento se llevó la promesa presidencial de hacer del tema una prioridad de su primer mandato.
Los años transcurridos entre aquel alentador discurso en El Cairo que proponía una reconciliación de EE UU con el mundo musulmán y los mensajes de Obama esta semana se han caracterizado por la progresiva retirada de la superpotencia como actor decisivo en Oriente Próximo. En ese tiempo, Netanyahu ha ampliado sin cesar los ilegales asentamientos judíos en Cisjordania, pese a la condena internacional y el aislamiento de su país, en una política de hechos consumados destinada precisamente a hacer imposible un Estado palestino. Para mayor escarnio, acaba de dar la cartera de Vivienda en su flamante Gobierno a un prominente defensor de los colonos.
Obama ha vuelto a decir en Israel que está dispuesto a implicarse en la consecución de la paz. Pero las palabras hermosas significan poco si no van acompañadas de la determinación de asumir riesgos políticos, por lo demás mucho más soportables ahora que el inquilino de la Casa Blanca ya no tiene que someterse al veredicto de las urnas. Washington, pese a todo, no puede escapar a sus responsabilidades en la región. Esas responsabilidades deberían ser antesala de la presencia del secretario de Estado Kerry con un nuevo proyecto para israelíes y palestinos auspiciado por EE UU. Un proyecto por el que Obama esté dispuesto a pelear.
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