Lo invisible en arquitectura
FOTO: Héctor Santos-Díez/ Bisimages
Los dueños de una casa deben cambiarla. Necesitan que una persona con minusvalía pueda usarla y que se pueda vivir en ella todo el año. No quieren, sin embargo, que las sensaciones y las emociones que vivían la antigua casa de verano desaparezcan con los cambios. Esa parte fácil de sentir y difícil de expresar es lo invisible en la arquitectura. A veces está en el espacio y otras, en la escala. La luz suele encargarse de ella, pero también la despierta el tacto, los detalles o la vegetación. Ese fue el caso de esta vivienda en San Pedro de Nós (A Coruña).
Los arquitectos sabían que, más allá de lo que pedían los clientes, necesitaban luz “y el sol del este y del sur, tapado por el muro ciego de cierre”. La casa se iba transformando. Un volumen de hormigón sirvió para los baños y las zonas de servicio, otro de madera para el salón comedor; uno más, de ladrillo, para los dormitorios. Un lucernario perimetral, que la recorre entera, vela a la vez por la iluminación, la temperatura, la seguridad y la intimidad. Además, aligera el cierre de la cubierta, provoca nuevas sensaciones y despierta las antiguas. Por eso también la iluminación artificial es perimetral: deja el techo blanco y limpio de protuberancias.
“La nueva casa tiene el espíritu de la antigua. Sus habitantes tienen la sensación de haber vivido siempre en ella”, cuentan hoy los arquitectos. Las baldosas de hormigón de la entrada, recuerdan las piedras que ayudaban a cruzar, sobre los charcos, el antiguo camino de tierra hasta la casa. La mesa exterior tiene espesor suficiente para guardar la leña antes apilada en el suelo. Además, remata el suelo de hormigón, que se levanta para convertirse en bancos o en esa mesa.
En la esquina del porche hay un árbol plantado. Está allí para ocultar la torre de electricidad, dejándola en un segundo plano. Los tensores de la terraza se confunden con los cables aéreos de media tensión que sobrevuelan la finca, a la vez que sirven de soporte para el emparrado. Todo eso dictó el emparrado: el hecho de mantener las parras existentes dio la base de la modulación utilizada en la estructura de la vivienda sobre la que se eleva el lucernario. Pero hay más: las parras funcionan como reguladoras naturales de la temperatura y la sombra. El agua de lluvia se recoge ahora en un pilón para regar el campo, sin embargo, el ruido recuerda al de la lluvia sobre las planchas de uralita de la antigua vivienda.
Además, para que quepa la silla de ruedas, todos viven mejor. En el interior, sobre el suelo de iroko –como la carpintería exterior- , todo el mobiliario ha sido diseñado por los arquitectos, incluidos los sofás. Sin apenas tabiques, la casa es siempre amplia y permite ver quién llega desde cualquier punto. Los espacios son más generosos. Se suman y varían en función de la apertura de las puertas correderas. Al final, la parra tenía razón. La casa es un ”paisaje construido” y el emparrado está vivo. Eso da vida a la vivienda, pero es el uso de los espacios cambiantes lo que la dinamiza. Esa arquitectura, que soluciona problemas, y provoca sensaciones, da tanta vida como el antiguo emparrado.
“¿Dónde empieza y acaba la casa?” se preguntan los arquitectos ante una estructura que se prolonga hacia el exterior sujetando el emparrado. “Todo este proceso de construcción de nuestros propios diseños, tan alejado de lo supuestamente ‘estándar’, nos supuso un gasto elevadísimo de energía”, confiesan. Debe quedar claro que lo invisible, en arquitectura, es lo más difícil de conseguir.
Babelia
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