Contra la desidia urbanística
“La parcela donde se levanta esta guardería y centro de día se había salvado por el trazado del oleoducto”, cuenta el arquitecto Carlos Quintáns. Tenía cerca una avenida amplia y un gran parque con vistas a la ría. Sin embargo, mutilaron esa topografía, “tal vez por desidia de quien planifica”, explica este arquitecto gallego. La relación con un parque y con unas vistas espectaculares se vio así destruida por la despreocupación de algún técnico.
Lo que cuenta Quintáns es inadmisible. Que la desidia permita que muchas personas no hagan su trabajo es un lastre para quienes se esfuerzan a diario, pero que, más allá de no aportar, entorpezca y empeore las cosas debería combatirse. Por eso es lo primero que cuenta el arquitecto, un tipo de proyectista exigente, y autoexigente, que, incluso sus mejores proyectos, comienza contándolos por los problemas. Está bien que lo que pudo ser sea el objetivo. Pero es aun mejor que muchas de sus obras, como esta misma guardería en Eirís (A Coruña), valgan por lo que son. Porque, entre otras cosas, lo logrado no remite ya al problemático punto de partida.
Así, el centro trató de restablecer el contacto topográfico para arraigar el edificio. No fue fácil: “unos cortes de hasta 16 metros de altura en el terreno impedían cualquier racionalidad”, continúa Quintáns. Como resultado de la pobre planificación, el arquitecto se vio obligado a dedicar parte del presupuesto del colegio a trabajos de movimiento de tierras. De ese recorte habla la escuela con austeridad. “Se nota un ajuste exagerado en las calidades de lo edificado. Se necesitó reducir a lo esencial el proyecto”, explica. Reducir en arquitectura es casi lo mismo que elegir. Quintáns detectó un problema y halló una solución. La pregunta la hace ahora la guardería: ¿se redujo bien o mal?, ¿cómo jugó el arquitecto sus bazas? Deshaciendo los errores urbanísticos.
Hoy la escuela está asentada en un terreno labrado de nuevo por el arquitecto. Es un edificio y a la vez dos: la guardería y el centro de día, pero es, sobre todo, un gran muro de contención en el que aparecen dos puertas que se juntan sin unirse. Hay dos puertas dentro de un espacio que se vuelve liso frente a la aspereza del hormigón levantado con encofrado de tabla no alineada de toda la fachada.
El muro del edificio es más visible en la fachada norte, donde permanece cerrado. Busca sol y luz en el sur abriéndose entre o sobre los cortes del terreno. Es decir: adaptándose y combatiendo una topografía fruto de la dejadez.
El edificio está construido con un único material, hormigón, pero tiene un corte con más precisión en las entradas y otros más contundentes en los huecos. El hormigón está, además, arropado por linóleo, para que pisen los niños, y madera para el suelo de los ancianos. La carpintería de madera da calidez a un interior severo que, sin embargo, gradúa y matiza la luz.
Junto a la guardería hay un patio en la cota más baja. Es para que jueguen los niños. En la cota superior hay otro que Quintáns llama explanada. Es para que los ancianos miren cómo juegan los niños.
Es ese cruce de miradas lo que da vitalidad al inmueble. Pero son los muros de contención los que, tratando de poner orden en un solar destrozado, van dando también forma a la parcela y podrán, en un futuro, llegar a conectar el centro con el antiguo parque, el de las vistas sobre la ría.
La organización de cada una de las partes del edificio (guardería y centro de día) se inicia en esos patios. Colocados en paralelo, solucionan la iluminación y la ventilación de la guardería, los pasillos y las zonas auxiliares y dividen en varios espacios el centro de día. Los patios no interrumpen la mirada. Permiten visiones largas, sin obstáculos. “Esta obsesión por las visiones largas también se da en las aulas”, cuenta Quintáns. Y es cierto que las clases se alinean para, desde la altura de los educadores, permitir ver todo el espacio.
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