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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Contumaz Orban

El socavamiento en Hungría de los principios democráticos exige una firme respuesta de la UE

En un nuevo desafío a la Unión Europea, el Parlamento húngaro ha aprobado por gran mayoría una batería de enmiendas constitucionales que limitan los poderes del Tribunal Constitucional, amenazan la independencia de los tribunales y se inmiscuyen en la libertad religiosa. Algunos de estos cambios votados por el Legislativo que controla absolutamente el partido Fidesz, del primer ministro conservador Víctor Orban, reeditan los previstos hace poco más de un año, cancelados en el último minuto ante las presiones de Bruselas con la promesa de abandonarlos definitivamente.

El acaparamiento de poder por parte del populista Orban se manifiesta también en su política de sustituir con incondicionales los cargos clave en las instituciones políticas, económicas o judiciales. Y sin duda no es ajeno al hecho de que su partido, que en 2010 obtuvo dos tercios de los escaños parlamentarios, cae abiertamente en intención de voto. Tampoco es casual que el recorte de competencias del Constitucional se produzca después de que este tumbara, en enero pasado, los planes del jefe del Gobierno para rehacer el sistema electoral en busca de mayores facilidades para los comicios de 2014.

El socavamiento en Hungría de los contrapesos democráticos no es solo grave de puertas adentro. Para la UE representa un nuevo y serio escollo en su política de consolidar la democracia en algunos países de Europa central y oriental que estuvieron bajo la dominación soviética y que fueron incorporados al bloque la década pasada. Esta precariedad institucional y de las libertades es especialmente importante en el flanco sureste de la Unión, donde Estados miembros como Rumanía y Bulgaria afrontan dificultades crecientes de gobernabilidad, acrecentadas por la intensidad de la crisis económica.

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La deriva de Budapest exige renovadas y enérgicas medidas de presión por parte de sus socios europeos, pero pone a la vez de relieve la escasez de recursos prácticos y rápidos en la UE para llamar al orden a los díscolos. Es cierto que Bruselas tiene en su arsenal llamativos mecanismos de represalia, desde sanciones económicas relevantes a la retirada de los derechos de voto. Pero esas armas —cuya aplicación exige numerosos pasos intermedios y tortuosos cauces legales— son más teóricas que reales en un bloque que opera fundamentalmente desde el consenso de sus 27 Estados miembros.

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