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Tribuna
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Antipolítica contra pospolítica

El pospolítico cree que todo es posible dentro de este sistema; para el antipolítico, nada lo es

Después de sus recientes elecciones, Italia ha alcanzado la dimensión ingobernable. En esto coinciden casi todos los medios de casi todas las tendencias en casi todo el mundo. Ha vuelto Berlusconi por la derecha. Emerge Beppe Grillo desde los movimientos sociales y la izquierda antisistema. Comprimido entre ambos, el centro-izquierda de Bersani aguanta con, prácticamente, un tercio de los votos. Lejos queda Monti: el tecnócrata que se encargó de conducir las políticas de austeridad —con piedra, papel y, sobre todo, tijera— se ha desplomado.

En el momento en que escribo estas líneas, no hay fórmula a la vista capaz de construir alguna alianza entre dos de las tres fuerzas más votadas. Así que, nos afirman, la situación está próxima al caos. Imposibilitado de calibrarse desde el centro, el sistema político italiano parece definirse por sus extremos. En el choque explosivo entre el modelo pospolítico de Silvio Berlusconi y el movimiento antipolítico de Beppe Grillo.

Ambos astillan la política convencional, pero uno lo hace desde dentro y el otro desde afuera. El primero usa las instituciones, aunque siempre se ha jactado de estar por encima de la política. Grillo llega desde la calle y no se siente “más allá”, sino directamente en contra de lo que la política representa hoy.

Tras las elecciones, Italia ha alcanzado la dimensión de ingobernable

El universo pospolítico se planta en la sociedad a partir del decreto del fin de las ideologías. Lo antipolítico intenta recuperar el debate ideológico, pero sospecha de su representación en los escaños parlamentarios, las cámaras senatoriales o la partitocracia. El pospolítico enrumba su brújula, siempre, hacia el poder (que es el Estado y, aún más, las élites financieras o mediáticas). El antipolítico (al menos hasta las experiencias de Syriza en Grecia o el Movimiento Cinco Estrellas en Italia; en menor medida Compromís en Valencia y la CUP en Catalunya) solía despreciar la posibilidad de hacerse con el Gobierno o con parte de la representación parlamentaria. El pospolítico parecía tener claro cómo canalizar su desprecio y el antipolítico, hasta el momento, no parecía haber dado con la clave para organizar su descontento.

La pospolítica no se entiende sin la corrupción orgánica y organizada del modelo —que es el desfalco del erario público, pero también la degradación de la democracia, lo cual no resulta un robo menor—, mientras que la antipolítica no se entiende sin la crítica y reacción ante esa corrupción. Digamos que la primera está en el origen de la crisis y la segunda es parte de su resultado. Para la pospolítica, todo es posible en este sistema; el antipolítico está persuadido de que nada es posible dentro de este sistema.

Desde el punto de vista cultural, la era de la pospolítica se deja definir a partir de ese estado de “moralidad posmoderna”, certificado por Lyotard, en el que podemos regodearnos con nuestras peores catástrofes expuestas en un museo. De hecho, la pospolítica podría leerse como una época en la que la cultura llega a reciclar los movimientos sociales para convertirlos en proyectos estéticos. La antipolítica invierte esa tendencia: ahora son los movimientos sociales, las manifestaciones, la revuelta misma, los que parecen incidir en la politización de la cultura.

De cualquier modo, una franja de la izquierda intelectual no las tiene todas con Beppe Grillo. En un reportaje publicado en El Confidencial sobre este cómico que ha reventado la política italiana, Peio H. Riaño recoge opiniones de varios escritores a los que el Movimiento Cinco Estrellas le suscitan dudas diversas. La crítica más dura proviene de Wu Ming, colectivo de activismo y pensamiento radical, con un profundo descreimiento hacia esta emergencia de la antipolítica representada por Grillo. “Hay un espacio vacío que el Movimiento Cinco Estrellas ocupa… para mantenerlo vacío. A pesar de las apariencias y de la retórica revolucionaria, creemos que en los últimos años el M5S ha sido un eficaz defensor de lo existente”.

Pese a estas dudas, cabe reconocer que, al menos como tendencia, si la pospolítica vacía de contenido las instituciones democráticas, la antipolítica pretende dotar a la plaza pública de fundamento político. El pospolítico cree en los partidos, o al menos se sirve de ellos; el antipolítico prefiere los movimientos.

En lo que respecta al uso de la tecnología, el tiempo de la pospolítica no se entiende sin la caída del comunismo real y el advenimiento del capitalismo virtual, asentado en la Era Digital. El pospolítico apuesta por la tecnología para multiplicar el poder económico y financiero. La antipolítica usa la tecnología para subvertirla a favor de la movilización. Una cara de la moneda muestra un volumen de negocio sin precedentes (el dinero virtual también multiplica exponencialmente la magnitud de la crisis). La otra cara enseña la posibilidad de una economía, una democracia y una cultura que intentan operar en código abierto.

La estética de la pospolítica corre en paralelo al posmodernismo. El estallido de la antipolítica tiene lugar justo cuando se da por hecho el fin de la posmodernidad (defunción que ya han apuntado sendas exposiciones en el Victoria & Albert de Londres o en el Reina Sofía de Madrid).

La pospolítica es una forma de gobernar asentada sobre “el fin de la historia” proclamado por Fukuyama. La antipolítica está algo más inmersa en eso que Paul Virilio ha definido como “el fin de la geografía”, en línea con el acortamiento de las distancias provocado por Internet. La pospolítica necesita el control de los medios de comunicación, la antipolítica la expansión de las redes sociales...

Junto a estas desavenencias, hay también algunos puntos en común entre la pospolítica y la antipolítica que vale la pena resaltar en aras de evitar la demagogia. Lo primero es que ambas utilizan la política como un medio para posicionarse ante el mercado. La primera, lógicamente, para encumbrarlo y la segunda para limitarlo. Las dos opciones sobrepasan a menudo las instituciones, sea por efecto del carisma, la tecnocracia o la asamblea. De Reagan a Putin, de Thatcher a Berlusconi, la pospolítica no se entiende, históricamente, sin un liderazgo y una retórica antisistema desde arriba. Del subcomandante Marcos a Beppe Grillo, ese liderazgo ha presionado “desde abajo”. En ambos casos, por la derecha o por la izquierda, con una sobredosis performática que queda evidenciada en el perfil histriónico de Berlusconi, Sarkozy, Hugo Chávez o el propio Grillo.

Pospolítica y antipolítica dirimen su batalla sobre las ruinas de la socialdemocracia. La primera, con su ataque persistente a la condición económica del Estado de bienestar; la segunda, desde una crítica cultural y generacional que rechaza la moderación, el pactismo a ultranza y un lenguaje secuestrado por la corrección política. La diferencia está en que los primeros apuestan por reducir al máximo el carácter distributivo del Gobierno y los segundos presionan por incrementarlo, en tanto que un derecho republicano ganado por la sociedad.

La pospolítica enfatiza el neoliberalismo, mientras que hay algo neocomunista en la antipolítica (su apuesta por la apropiación gratuita, la entronización de la masa anónima, la crítica a la democracia liberal). Ambas dejan a la vista el divorcio entre Mercado y Democracia como tándem idóneo del liberalismo.

Una y otra, desde ángulos opuestos, nos dejan el convencimiento de que la política —sin prefijos— no puede continuar como hasta ahora. También la duda sobre el porvenir de esta democracia llena de grietas en la que estamos varados; la incertidumbre de no saber si estamos asistiendo a su regeneración impostergable o a su hundimiento definitivo.

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