Solo quiero jugar al fútbol
Son muchos los jugadores de fútbol provenientes de África que brillan en las ligas europeas, entre ellas la española. Algunos amigos africanos se quejan de que para ver jugar a sus estrellas tienen que seguir el fútbol europeo. Por eso, también, son muchos los niños del continente que, como ya hemos señalado en ocasiones anteriores, sueñan con saltar a Europa para ser fichados por uno de los grandes equipos y hacer mucho dinero.
Existen muchas academias de fútbol en África y en Europa que entrenan a estos chavales. Y son bastantes los que lo arriesgan todo y se fían de falsas promesas para intentar alcanzar su meta. Desde hace tiempo, la FIFA se está implicando para evitar la explotación de estos jóvenes a pesar de lo cual, la gran mayoría de ellos no tiene experiencias positivas en la tierra prometida. Esto fue lo que le pasó a A. un joven de Costa de Marfil al que conocí en Madrid en la fiesta de cumpleaños de una amiga. Me cayó bien desde el momento en que empezamos a hablar de fútbol y me dijo que era del Real Madrid, luego insinuó que él había llegado a Europa para jugar en un gran equipo pero que la historia no había salido bien. Me picó la curiosidad y conseguí quedar con él algunos días más tarde para que me contase su experiencia.
Niños jugando al fútbol en una playa de Accra, Ghana.
A. nació en Koumassi, una de las 10 comunas o barrios que forman la ciudad de Abiyán, en 1982. Empezó a jugar al fútbol con sus amigos y siguió en el colegio mientras estudiaba. Tenía que ser bueno porque muy pronto le fichó uno de los mejores equipos del país, el Africa Sports. Con este club consiguió algunas copas en distintas competiciones. En aquellos años ganaba unos 150.000 CFA al mes (más o menos 300 euros, me dice) y pudo estudiar hasta completar la escuela secundaria y pasar el examen de ingreso a la universidad, en 2002.
Ese mismo año comenzó la guerra civil en Costa de Marfil y el padre de A., que procedía de Burkina Faso y trabajaba como cocinero en la Embajada francesa, pidió a su hijo que abandonase el país para evitar ser reclutado. A. viajó hasta Uagadugú y desde allí se trasladó al pueblo donde vivía su abuela. Fueron años duros para él, no pudo ingresar en la Universidad como tenía planeado y tampoco encontraba equipo de fútbol en el que jugar.
En 2005, aprovechando un alto el fuego, regresó a Abiyán, donde volvió a incorporarse a su antiguo club. Un día durante el entrenamiento, unas balas, que “no sabía de dónde venían”, mataron a dos compañeros y a él le alcanzaron en el codo izquierdo. Se dio cuenta de que estaba sangrando cuando intentó sujetar a uno de sus amigos heridos. Fue llevado al hospital donde los médicos dijeron que tenían que amputarle el brazo. Sus padres no estaban de acuerdo y unos soldados de Naciones Unidas que estaban allí le ofrecieron trasladarle al hospital de la ONU donde le sacaron la bala y le salvaron la extremidad. Concluye esta parte de su historia diciendo “el sufrimiento te ayuda a crecer más”.
Cuando se recuperó sus padres insistieron en que abandonase Costa de Marfil de nuevo. El 25 de abril de 2005 volvió a viajar hasta Uagadugú, pero no quería quedarse allí; ya que no había podido entrar en la universidad decidió dedicarse al fútbol. Hizo un viaje en autobús de cinco días que le llevó por Benín, Nigeria y Camerún. En este último país se asentó en Duala, y consiguió ser contratado por el Mbam, un club local. Con él fue a Gabón a jugar un campeonato regional en el que su equipo terminó segundo. De vuelta a Camerún, recibió una llamada invitándole a jugar en la Union Sportive d’Oyem, el equipo de esa ciudad que se encuentra en el norte de Gabón y que juega en la primera división del país. Cobraba 400.000 CFA (unos 800 euros) al mes, lo que era mucho dinero. Con él pudo construir una casa para sus padres en Abiyán, por ejemplo, y vivir bastante bien.
El segundo entrenador del club era un francés llamado Jean-Pierre Goudier que poco despúés fue expulsado del equipo porque no obtenía los resultados esperados. Volvió a su país y desde allí llamó a 16 de los jugadores de la Union Sportive diciéndoles que si querían ir a jugar Francia él les ayudaría. A. me dice, tras dar un sorbo a su fanta de naranja: “todos queríamos ir a Europa, todos queríamos ser como E’too, por lo que no nos lo pensamos dos veces”.
Equipo de fútbol en Mueda, Cabo Delgado, Mozambique.
El ex entrenador les pidió 3 millones de CFA a cada uno para hacer los trámites del visado. Goudier se presentó con visados de un mes y demandó más dinero para los últimos trámites. Les dijo que él se encargaría de la comida y el alojamiento en Francia pero les hizo firmar un contrato para que cuando empezaran a cobrar dinero le pagasen todo lo invertido en ellos. Finalmente, cada uno de los jugadores tuvo que comprarse su billete. A. agotó todos sus ahorros para embarcarse en la nueva aventura.
Su destino en Francia fue Montpellier, cuyo equipo de fútbol, el Montpellier Hérault Sport Club, jugaba en la segunda división en aquel momento, más tarde ascendería a primera y en 2012 ganó el campeonato francés. De los 16 que llegaron eligieron a 12, los otros 4 fueron enviados a otros equipos. Eran jugadores provenientes de distintos países que habían concurrido en la Union Sportive: Burkina Faso, Gabón, Costa de Marfil, Camerún, Guinea y República Democrática del Congo. El visado caducó al mes de estar allí. Entrenaban, pero sin posibilidad de que ningún equipo les contratase porque estaban ilegales, dormían 6 en una misma habitación, la comida era escasa, pasaban mucho frío. Pronto se dieron cuenta de que Goudier no tenía dinero, que vivía del que ellos le habían enviado y que ese se estaba acabando. También empezaron a ser conscientes de que ninguno de ellos conseguiría un buen contrato.
En uno de los entrenamientos A. se rompió un dedo del pie y tuvieron que escayolárselo. Como no podía jugar, Goudier le llamó y le dijo que no tenía dinero para seguir ayudándole y “que ¿qué iba a hacer?”. A. no veía salida a su situación, el francés no quería ayudarle, le dio un día para abandonar el piso y él no tenía a nadie en Francia. Se acordó de un amigo que vivía en Madrid y le llamó. Le contó lo que le sucedía y este le dijo que, aunque estaba ilegal, podría acogerlo pero que no le garantizaba nada más. Consiguió algo de dinero y pudo coger un tren hasta Irún y de allí a Madrid. Llegó a la Estación de Chamartín un domingo de mayo de 2010.
Cuando bajó del tren nadie le esperaba. Consiguió hablar con su amigo y este le dio instrucciones para llegar hasta su casa en El Pozo (en el distrito madrileño de Puente de Vallecas). Allí durmió aquella noche, pero el compañero con el que su amigo compartía el piso no estaba de acuerdo con que él viviera con ellos, así que a la mañana siguiente fueron juntos hasta la puerta de una asociación de ayuda a migrantes donde su compatriota se despidió de él. Los miembros de la asociación le ayudaron y le enviaron a un albergue de Cruz Roja donde podía dormir, pero por la mañana tenía que abandonarlo. Como tantos otros migrantes iba a la Plaza Elíptica, frente al Bar Yakarta, a buscar trabajo. Allí conoció a José que se dedicaba a hacer reformas en pisos. Cada semana le llamaba y le daba trabajo durante 3 días, pagándole 30 euros al día. Así sobrevivió hasta que pudo encontrar algo más estable.
Plaza Elíptica de Madrid, al fondo trabajadores esperando ofertas de trabajo.
En 2011 pasó a un piso de la asociación que le ayudaba que compartía con otras 5 personas y en abril de 2012 a otro que comparte solo con 3.
A. ha sido detenido dos veces por la policía y pasó 60 días en el Centro de internamiento de extranjeros (CIE) de Aluche. Se le saltan las lágrimas cuando me cuenta el trato recibido de los policías: insultos, le llamaban negro, se reían de él cuando les preguntaba qué había hecho para estar allí… Me mira y dice: “me sentía como una mierda, ¿cómo se puede tratar al ser humano como si fuera basura solo por ser ilegal?”. Ahora tiene miedo de hablar con los blancos, de acercarse a una chica, de sentarse en el metro…
A pesar de todo ello no ha dejado de trabajar desde que llegó a España. Lleva tiempo cuidando a un anciano que vive solo en un chalé de una zona de lujo de las afueras de Madrid. Hace el turno de noche y espera poder presentar los papeles para regularizar su situación.
Sufre pero no se rinde. Comenta que cuando la gente en Costa de Marfil le hablaba de situaciones parecidas a la que está viviendo no se lo creía, pero, me dice con una sonrisa amarga: “el destino me ha traído aquí y tengo que seguir adelante”. De lo que sí está convencido es de que “la gente que ha viajado comprende la vida mejor que los que nunca han salido de su aldea”.
A., en Madrid.
Seguimos la conversación hablando de fútbol y me pide, una vez más, que no cite su nombre, para no tener problemas.
La historia de A. es similar a las de cientos de jóvenes africanos que sueñan con ser grandes futbolistas en Europa y nunca cumplen su sueño. Un ejemplo es la que el periodista Javier Molina cuenta en una entrada de su blog titulada “Los diamantes negros del fútbol”.
Todas las fotos: Chema Caballero.
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