El animal luminoso
El mundo actual favorece los fanatismos sobre la razón
Deberíamos hacer una lista con los sitios que visitamos a diario, pero a los que jamás llevaríamos a un amigo que viniera de visita a nuestra ciudad. En esa lista se encontraría nuestra esencia. Un lugar al que jamás llevaría a un turista español de los que visitan Nueva York es un club que hay en mi barrio, en esa avenida de Broadway, sonora por albergar al mundo teatral, pero que en la mayoría de su diagonal me recuerda a Bravo Murillo. Con todos mis respetos por Bravo Murillo. El lugar en cuestión se llama Cleopatra’s Needle, y uno de los atractivos que promociona es no cargarte en la cuenta la actuación de los músicos. Eso no solo tiene un aliciente económico; también favorece que el público, ajeno al ambiente de los sesudos del jazz, está más relajado. La música se escucha a ratos, medio de fondo, y la barra bulle de vecinos que se bajan, en muchas ocasiones solos, a echar una última copa. Los días de diario, el Cleopatra’s Needle está medio tristón, pero siempre tiene algo de antro acogedor, comenzando por las lucecillas que adornan los ventanales y que perpetúan el espíritu navideño.
Una de esas noches de ambiente apagado fui a tomarme una copa con una amiga. Perdónenme este perverso truco trumancapotiano: he comprobado que si sientas a un amigo en una de las mesas de la ventana, alumbradas escasamente por las velas y por las lucecillas de su Navidad perenne, acaba contándote aquello que preferirías no saber. En las noches mortecinas se diría que los músicos tocan más bajito para favorecer las confidencias. No solo habría que llevar a los amigos a esos lugares a los que no les damos demasiada importancia, sino hacerlo además en noches en las que solo van los habituales. Hay que conocer las ciudades en el colmo de su aburrimiento para saber si de verdad queremos comprometernos con ella. No recuerdo cuál era el secreto que mi amiga me estaba contando. Recuerdo que sí lo hacía con su peculiar voz aniñada, y que poco a poco fui percibiendo una voz grave, la del hombre sentado a mi izquierda, que comenzó a sonar como el contrapunto a la voz de mi amiga, como un bajo que marcara discretamente el ritmo secreto de la melodía.
La semana pasada escribía en este mismo espacio sobre la imposibilidad de juzgar a los actores si en vez de escuchar su verdadera voz nos llegan con voces que por repetidas se convierten en estereotipadas. Hay rasgos que definen a una persona más poderosamente que otros: la mirada, la sonrisa, la voz… La voz de barítono que acompañaba de fondo aquella noche a la de mi amiga, componiendo para mí un dúo tan fino como el que forman Silvia Pérez Cruz y Javier Colina, me fue bajando de la cabeza al corazón, porque ya he dicho alguna vez que de las voces una puede enamorarse. Pensé: “Qué maravillosa voz para un programa nocturno”. Como lo tenía tan cerca, no me volví hasta pasado un buen rato, por aquello de que los americanos miran con disimulo y exigen que tú también hagas lo propio. Pero llegó un momento en que no pude resistirme, sentía necesidad de saber si el cuerpo que albergaba aquella voz estaba realmente a su altura.
No me decepcionó: la voz surgía de la boca de un hombre tremendo, de gran envergadura ósea y carnal. Pero lo más asombroso era que emanaba luz. Tenía la piel encendida de los pelirrojos e iluminaba el rincón penumbroso en el que estaba sentado como si fuera uno de esos muñecos que se les enchufan a los niños para que no tengan miedo. La cabeza era imponente y naranja, y me atrevería a asegurar que incluso a través de la camisa de cuadros se adivinaba un halo fosforescente. Me causó una gran impresión. Más aún cuando me di cuenta de que se trataba de Philip Seymour Hoffman, al que sigo con veneración desde que lo viera interpretando a un idiota en Boogie Nights, esa genial película que hace el corolario más exacto que jamás he visto de la idiotez humana.
No se escribe una columna para afirmar que Hoffman es uno de los mejores actores que se pueden disfrutar ahora mismo en la cartelera, eso es algo que está en conocimiento de todo aficionado, pero sí para advertir que no deben dejar pasar la oportunidad de ver al animal luminoso en The master, otra de Paul Thomas Anderson. Para el arte de la interpretación hay muchos adjetivos. Vamos a ahorrárnoslos todos, que nos tienen empachados de adjetivos. Digamos entonces que nadie podría haber interpretado al gurú de una secta religiosa como lo hace Hoffman. También es cierto que el actor que le da la réplica es otro animal, Joaquin Phoenix. Como decía la Jurado cuando le daban a elegir entre Chipiona y Sevilla: “Se ha juntao to”. Se han juntado dos buenos, sí. Si se me suelta un poco la boca diría que los mejores. Si se me suelta un poco diré que no es como se ha dicho un retrato de la cienciología, va mucho más allá. En la extraña terapia que el gurú Hoffman le aplica a esa alma en pena que es Phoenix asistimos en crudo al carisma manipulador del líder frente a un fanático en potencia. Da miedo, porque vivimos un mundo que favorece los fanatismos sobre la razón. Y esos fanatismos no están solo en lo religioso; también en lo político, en todo aquel movimiento que se convierta en fe de vida. El cine da hambre, y salí hambrienta de espíritus disidentes.
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