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Tribuna
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El error de Montebourg

Creyendo salvar 630 empleos se destruyen muchos más porque se daña la economía

Siento simpatía por Arnaud Montebourg. Me gusta su verbo kourchneriano, agudo, precipitado, que siempre da la impresión de correr tras su objeto perdido.

Me gusta su temperamento guasón, su desparpajo y, cuando decide lanzarse a una de esas exhibiciones de elocuencia (¿sobreactuadas?) en plan Comité de Salvación Pública, esa forma de bajar a los graves que me recuerda a un viejo amigo: el abogado Thierry Lévy, que fuera su mentor.

Recuerdo el día en que vino, discretamente, único entre los de su género, a aquel cine de barrio en el que se celebraba una concentración en apoyo del cineasta iraní Jafar Panahi.

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Recuerdo otro día, la víspera de las primarias socialistas, en que me invitó a comer para exponerme sus tesis sobre la desglobalización con ese entusiasmo casi contagioso del gran litigante capaz de convertir el plomo de una idea falsa en oro.

Queriendo doblegar a un Mittal que solo comprende las relaciones de fuerza, ha cometido un error teórico y político

El hecho es que hay en Arnaud Montebourg un ardor y una pasión, una sinceridad, ora cándida, ora explosiva, que poco tienen que ver con el cinismo, cuando no vulgaridad, del que hace gala hoy todo un sector de la clase política.

Sin embargo, en el asunto de Florange, se equivoca. Y, diga lo que diga hoy, nos explique lo que nos explique, o intente explicarnos, sobre su verdadera intención, que era la de querer la nacionalización sin quererla pero, en definitiva, queriéndola, y queriendo sobre todo doblegar a un Mittal que solo comprende las relaciones de fuerza, ha cometido lo que antaño llamábamos un error teórico y político.

Evidentemente, “nacionalización” no es una palabrota.

Se justifica –era el gran ejemplo que ponía siempre Raymond Aron en sus lecciones del Collège de France— cuando se trata, como en 1937, de dotar a una Francia recién salida del mundo rural de una red de vías férreas de las que se sabía de antemano que la mitad serían estructuralmente deficitarias.

Se justifica —fue el gran argumento del CNR [Consejo Nacional de la Resistencia] y, tras la Liberación, seguiría siendo el de Albert Camus— en la Francia en ruinas posterior a Vichy, cuyas élites, no solamente patronales, se habían deshonrado con su consentimiento del horror y, por consiguiente, no eran las más indicadas para pretender reconstruir.

Se justifica también cuando se decide, como en Estados Unidos, durante los primeros meses del primer mandato de Obama, impedir la crisis sistémica (por no decir “apocalíptica”) que hubiera implicado una segunda quiebra como la de Lehman Brothers; o cuando se decide, nacionalizando General Motors, acometer el trabajo de recuperación (hablando claro: la reestructuración, y más claro aún: los despidos, el cierre de factorías no competitivas, la supresión de marcas muertas) que ningún capitalista privado habría tenido el valor de acometer.

Lo que se ha hecho no ha sido reestructurar, sino  “museizar”, a cuenta del contribuyente, unos altos hornos obsoletos

Pero ¿en Florange? ¿O, como se murmura, en la planta de Rio Tinto en Saint-Jean-de-Maurienne, Saboya?

Todo lo contrario.

Lo que se ha hecho allí no ha sido reestructurar, sino preservar y “museizar”, a cuenta del contribuyente, unos altos hornos obsoletos cuyo potencial y cultura una izquierda tipo Obama se hubiera esforzado en reciclar en otro lugar, de otro modo.

Lo que se ha hecho allí, como en la fábula de Malaparte sobre los cadáveres de los soldados atados, ha sido correr el riesgo de que el muerto atrape al vivo y de que toda nuestra siderurgia (producción, transformación; sector frío, sector caliente) se gangrene merced a unos dispositivos industriales fantasma mantenidos artificialmente.

Además, se ha creado un precedente, por no decir una jurisprudencia, entendido como tal por los Petroplus, PSA, Aulnay y otros astilleros navales de Saint-Nazare que están en una situación análoga y no comprenderían por qué lo que hoy vale para Florange mañana no vale para ellos.

Y se ha enviado un pésimo mensaje a esos famosos mercados financieros de los que uno puede pensar lo que quiera, pero, nos guste o no, tienen el poder de evaluar la deuda francesa y, por tanto, de decidir a qué tipo de interés pagará Francia el precio de su recuperación y, por tanto, de impulsar o refrenar el curso de su convalecencia.

Se ha enviado un pésimo mensaje a esos famosos mercados financieros que tienen el poder de evaluar la deuda francesa

Por último, hay en todo esto un tufillo a odio anti patronal y, más precisamente, anti patrones globalizados, y este no parece el reclamo más sutil para esos inversores extranjeros que tanto necesita Francia para compensar el lucro cesante generado por la partida de tantos inversores galos espantados por la política fiscal del señor Hollande.

Que la globalización no es la panacea, soy el primero que lo piensa. Que la situación que genera exige regulaciones nuevas, ya lo he dicho antes; y lo repetiré. Y, precisamente, decirlo, traducirlo en medidas concretas, en propuestas para Europa y el resto del mundo sería, para una Francia que pretendiera ser ejemplar, una tarea mucho más estimulante y útil que la reactualización de las ideas trasnochadas de esta izquierda guesdista [en referencia al socialismo patriótico de Jules Guesde], tontamente estatalista, sordamente soberanista, que es una de nuestras plagas nacionales y fue el gran pecado del mitterrandismo de la primera época.

Desglobalizar, en cambio, hacer uso de esos reflejos y esos métodos soberanistas, hacer caso omiso de la realidad como otros, antaño, cuando les daba por votar mal, soñaban con disolver al pueblo, es la peor de las soluciones: aquella en la que quien pretende ser ángel, termina siendo demonio y, creyendo salvar 630 empleos, al final, destruye más y sienta las condiciones para una regresión duradera.

Bernard-Henri Lévy es filósofo.

Traducción de José Luis Sánchez-Silva.

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