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África No es un paísÁfrica No es un país
Coordinado por Lola Huete Machado

Mucho más que circo

José Naranjo

A los 14 años, Modou Fata Touré huyó de la escuela coránica, llegó a Dakar tras un mes y medio de camino y se convirtió en un niño de la calle. Dormía bajo cartones en los portales y deambulaba sin rumbo fijo, comiendo lo que podía, siempre con hambre, siempre solo. Hoy, a los 22, se ha convertido en un acróbata increíble y es una de las cabezas visibles de Sencirk, una asociación circense que nació entre niños abandonados y que el pasado miércoles presentó su primer espectáculo profesional. Se llama Chiopite (Evolución) y repasa, entre saltos, pelotas lanzadas al aire y espectaculares piruetas, la azarosa trayectoria vital de Modou, tan corta pero tan intensa, que no es sino la de los miles de niños que cada día recorren las calles de Dakar en busca de un poco de esperanza.

Modou Fata Touré. / Foto: J. Naranjo

“Tuve un problema con el marabú (guía religioso)”, asegura Modou. No quiere dar más detalles, pero este fue el origen de todo. Ese día, hace ocho años, decidió no volver a la escuela, pero tampoco a su casa. De padres senegaleses, aunque residente en Gambia, emprendió el camino de Dakar, a donde llegó un mes y medio después. “Mi abuela vivía aquí, pero no sabía dónde, así que me vi durmiendo en las calles, caminando todo el día para buscar algo que comer”, recuerda, “iba con harapos, muy sucio, y me quedaba mirando a otros niños bien vestidos, con zapatos, que iban a la escuela y no podía dejar de pensar que tenía que ser como ellos”.

Aquello duró unas dos semanas, pero a Modou le parecieron dos años. Un día pasó por delante del centro de acogida Empire des Enfants, en el barrio de Medina. “Me asomé a la puerta y vi que había muchos niños como yo jugando al baloncesto. Entré y me quedé”. Allí le dieron refugio y razones para seguir adelante. Era el año 2004 y Modou empezaba una nueva vida. Dos años más tarde, en 2006, la asociación sueca Djef Djel impartió un curso de circo en el Empire des Enfants. Modou se apuntó. “Estaba hipnotizado con todo aquello. Siempre me gustó el deporte, saltar, hacer acrobacias, y el circo me pareció una manera ideal de hacer todo esto. Al año siguiente volvieron y les dije que, por encima de todas las cosas, quería dedicarme al circo. Creo que les impresionó mi decisión, mi empeño”, explica. En 2008, los suecos propusieron a Modou ir a Estocolmo a un curso de perfeccionamiento. Pero había un problema, no tenía papeles. Había que encontrar a su familia.

Miembros de Sencirk durante el ensayo en la Piscina Olímpica. / Foto: J. Naranjo

“Encontraron a mi madre y la trajeron a Empire des Enfants. Ella pensaba que yo había muerto y se puso muy contenta de verme. Yo también me alegré. En el centro le explicaron lo que hacía y permitió que siguiera allí”, recuerda Modou. A finales de 2008, con sus papeles en el bolsillo, emprendía rumbo a Estocolmo. “Allí estaba yo, en medio de toda aquella nieve, aprendiendo a hacer circo. Ni en mis mejores sueños lo hubiera imaginado”. No fue la única vez que se trasladó a Suecia, pues volvió en 2010 para hacer un curso de payaso.

A estas alturas, Modou ya estaba capacitado para ser profesor de otros niños. Y, junto a otro monitores, empezó a impartir clases no sólo en el Empire des Enfants sino en otros centros y lugares de acogida de la capital senegalesa, como Yoff, Pikine o Guediawaye. Y así, de la mano de Aminata Kamara, que trabajaba en Empire des Enfants, nace la asociación Sencirk, que tiene como objetivo dar posibilidades de inserción profesional a los niños desfavorecidos, pero también usar la educación corporal y artística como una forma de integración social y expresión. Y así, poco a poco, mes tras mes, Modou se iba labrando su carrera. “El circo me dio ganas de vivir y compartir con los demás, me dio un oficio, mi oficio. Ahora soy yo quien ayuda a mi madre y a mis cinco hermanos”, asegura.

A juicio de Guillochon, el circo transmite valores importantes a los chicos. “La idea de grupo, de prestar atención a los demás y tener confianza en ellos. Las acrobacias, las pirámides humanas, el trapecio. Para hacer todo esto necesitas al otro, tienes que contar con el otro, y esto es muy pedagógico”, explica. Además de Modou Fata Touré participan en el espectáculo, que ha sido bautizado con el nombre de Chiopite (Evolución) otros cuatro artistas: Adji Mbene Lamb (la única chica), Abdelkader Diop, Ismaïla Fall y Mamadou Aidara, un joven a quien la poliomielitis que sufrió de niño no le impide hacer diabluras apoyado sólo en sus manos.

Mamadou Aidara, durante los ensayos. / Foto: J. Naranjo

“Yo nací en Tambacounda”, asegura Aidara, “pero, igual que Modou, me vine a Dakar de pequeño. No quería ser una carga para mis padres. Conocí la vida en la calle, pedía dinero en los mercados. Nunca bebí alcohol, nunca fumé, vengo de una familia muy religiosa. En la calle conocí a dos niños, Omar e Issa, que acabaron por llevarme hasta su casa. Su padre me aceptó y se convirtieron en mi nueva familia. Allí empecé a bailar, al principio break-dance. Un día Modou me vio bailando y me convenció para recibir clases de acrobacia con el circo. Me dijo, mira Mamadou, nosotros somos parecidos, hemos vivido en la calle y ahora tenemos que hacer todo lo posible por recuperar a la familia que hemos perdido. Y dije ¿por qué no?”.

Impresiona ver a Mamadou Aidara en este espectáculo. Entra en escena cojeando y empujando un carrito de café, tan habitual en las calles de Dakar. Y, de repente, escala por él y hace acrobacias encima. “Hay cosas que no puedo hacer, pero tengo unos brazos fuertes y nada me impide usarlos. Algún día me gustaría diseñar un espectáculo sólo con discapacitados. ¡Inshalah!”, concluye.

Sencirk, tras su brillante actuación en el Instituto Francés.

Chiopite es un espectáculo vibrante y divertido. Es mucho más que circo, es una obra de teatro plagada de acrobacias, baile, saltos y malabarismos, es una pequeña pieza en la que abundan elementos claramente senegaleses, como el carrito de café, las escobas de hojas de palma, la vendedora de fruta o las pequeñas alfombras para rezar. Pero es, sobre todo, un mensaje nítido de que con el apoyo necesario y empeño y dedicación los niños que pueblan las calles de Dakar (y de otras ciudades del mundo) pidiendo dinero con latas en las manos y durmiendo en cualquier esquina pueden, y deben, tener un futuro diferente.

Comentarios

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Sobre la firma

José Naranjo
Colaborador de EL PAÍS en África occidental, reside en Senegal desde 2011. Ha cubierto la guerra de Malí, las epidemias de ébola en Guinea, Sierra Leona, Liberia y Congo, el terrorismo en el Sahel y las rutas migratorias africanas. Sus últimos libros son 'Los Invisibles de Kolda' (Península, 2009) y 'El río que desafía al desierto' (Azulia, 2019).

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