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Columna
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Los pobres

No me digan nada de los trabajadores. Piensen en los jefes. Y en todo lo que han tenido que traicionar un día tras otro. Los pobres

Se habla mucho de lo que sufren quienes son objeto de despidos, de reajustes, de rebajas y de, en general, lo que ahora se denomina como “adecuación a las circunstancias actuales”, sutil metáfora de escabechina. Demagogia. Es fácil ponerse del lado del débil. Sin embargo, nadie se compadece de los jefes.

Son ellos, no obstante, desde los más altos lugares en la cadena de mando hasta los útiles capataces, los que, en silencio y en soledad, se encierran entre las cuarenta paredes de sus pisos de trescientos metros y lloran dolorosamente por los otros. A mí se me encoge el corazón cuando pienso en esos ejecutivos que vuelan en business o en primera —algunos, incluso, en el pavoroso aislamiento de su jet privado, propio o de alquiler—, y que no pueden hacer otra cosa, entiéndanlo bien. No pueden sino aceptar el horror que les ha tocado ejecutar, y emprenderlo con la misma responsabilidad con que, cuando se trata de sacar una media de sueldos por trabajador, y con objeto de disimular lo poco que cobran muchos, arriman sus emolumentos a la suma total, logrando así que salga una cifra presentable y decente, que legitime la carnicería ante los ciudadanos lampantes.

Esos hombres y mujeres, solitarios y heroicos, hacen lo que tienen que hacer para seguir cobrando y preservando los intereses de los accionistas: porque de ellos dependen muchas familias. La del que prepara el catering en la fiesta de cumpleaños, las de los profesores del colegio de los niños en Estados Unidos, la de esa pobre chica que les hace la manicura. Por no hablar del señor Armani ni del señor Audi, que tienen que comer.

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