La lección
Los niños del imperio soñaban con emigrar. Sí, nuestro sueño era una maleta de emigrante
En la escuela había goteras de arte pobre y de vez en cuando entraba una corriente de aire por el hueco de un cristal nunca repuesto. Entraba aullando, impaciente, como una furia que venía de lejos con la intención de zarandear los mapas en las paredes. El primer maestro era muy doctrinario. Cualquier materia, tratase de batallas, ríos o números, derivaba hacia una asignatura única, la de una historia gloriosa, sucesión de gestas culminada con el triunfo del Caudillo. Ahí había un primer desengaño. El héroe era feo, mohoso. Veíamos en la tele a Elliot Ness o al Virginiano y no digamos ya a Cassius Clay. Incluso Joe, el gordo de Bonanza,nos caía mejor como caudillo. Pero bueno, era lo que había. Ahora tenemos a Cospedal con la mantilla, y gracias a Dios. Lo que sí nos gustaba era la retórica del maestro cuando hablaba de España como un imperio “donde nunca se ponía el sol”. Sí señor, ¡ese sí que era un imperio! El sol nos hacía un guiño, nos calentaba las orejas, y por un momento la escuela tenía algo de amable calefactorio.
Uno de esos días triunfales, el maestro nos preguntó qué queríamos ser de mayores. Hubo un largo silencio, hasta que desde el fondo se escuchó con alegría insurgente el grito de: “¡Emigrantes!”. Los niños del imperio soñaban con emigrar. Sí, nuestro sueño era una maleta de emigrante. A él se le vio por vez primera perplejo. Perturbado. Rumiaba la situación. Había aprendido una lección que desconocía. He vuelto a ver esos rostros sorprendidos con el amplio reportaje que The New York Times publicó sobre el hambre en España. La diferencia es que al maestro se le veía abatido. Sin embargo, los locuaces animadores de este Gobierno feo arremetieron indignados contra el mensajero. Suerte para los neoyorquinos. Aquí no han aprendido ninguna lección. Se comen a los periodistas vivos.
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