Una versión a contracorriente
Con motivo de la muerte de Santiago Carrillo, leo en EL PAÍS una avalancha de artículos elogiosos. Claro que, con la excepción de Carlos Alonso Zaldívar —cuya generosidad me asombra—, son de autores que no lo sufrieron como secretario general del PCE.
No voy a entrar en su pasado estalinista ni a enjuiciar su actuación en la Transición que, aunque con algunas reservas, considero positiva: mayoritariamente la gente quería paz y él contribuyó en buena medida a una ruptura pactada tranquila.
Pero no puedo manifestar aprecio a un dirigente político cuyo objetivo número uno fue mantenerse en su cargo a cualquier precio. A tal fin, supo maniobrar magistralmente apoyándose en los renovadores contra la vieja guardia y viceversa, expulsando o empujando hacia la salida del partido a los disidentes que consideraba más peligrosos.
Tras la expulsión, en 1965, de Claudín, Semprún y compañía, en el Comité Central no había verdaderas discusiones políticas. En cuanto a línea política, Carrillo tuvo aciertos —la reconciliación nacional— y el PCE contribuyó como nadie al desgaste del franquismo, caducado como sistema político a la muerte del dictador; lo que no estaba caducado era el reaccionarismo extremo de la mayoría del mando militar, como tuvimos ocasión de comprobar.
Carrillo tenía que haber dimitido como secretario general a mediados o finales de la década del sesenta del pasado siglo, cediendo el puesto —y la mayoría del Comité Central— a los militantes del interior —ya los había veteranos—, aunque su experiencia como consejero hubiera seguido siendo útil. Un hombre con su pasado guerracivilista no debía encabezar el PCE ni hacer una campaña electoral totalmente personalista. Pero lo pagó caro en las elecciones, que no dieron al partido el dominio de la izquierda —caso italiano— como esperaban algunos.
Su final político es patético. Con solo cuatro diputados en las elecciones de 1982 y enfrentado a militantes de tanto prestigio como Marcelino Camacho, Simón Sánchez Montero y Nicolás Sartorius, tuvo que dimitir y proponer como su sucesor a Gerardo Iglesias, suponiéndolo manejable. Como Iglesias le salió respondón y creó Izquierda Unida, Carrillo se escindió en 1985 —teóricamente por la izquierda— y fundó, junto con un pequeño grupo de adeptos, su propio partido; tras un par de contundentes derrotas electorales, envió a sus fieles al PSOE y se convirtió en un viejete simpático y amable que encontró un hueco en tertulias y en la prensa; incluso EL PAÍS le publicaba de tarde en tarde algún artículo lleno de sentido común y poco más, porque como teórico siempre fue un mediocre.— Manuel Martínez Chicharro. Exmilitante del PCE 1959-1965. Escritor.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.