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Tribuna
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Escaños en blanco (y transparentes)

Los asientos vacíos en el Parlamento podrían servir para recordar el descontento de muchos ciudadanos

Jorge Urdánoz Ganuza

Como casi todo en la tradición democrática, la reivindicación de los escaños en blanco – esto es, la propuesta de que los votos en blanco obtengan representación parlamentaria mediante escaños vacíos – conoció un origen netamente popular. Vio la luz allá por el año 2000 en el seno de pequeños movimientos sociales de base y, tras ello, la abrazaron los indignados y el movimiento del 15-M. Pero, habida cuenta de que ha sido nada más y menos que uno de los padres de la constitución, Miguel Roca, quien ha tenido a bien abanderarla (véase su entrevista en EL PAÍS, 4 de agosto), nada le impide ya llamar a la puerta de los debates institucionales.

Los argumentos que el propio Roca ofrece en su defensa —“que el desengaño se visibilice con un montón de escaños vacíos que, además, les obliguen (a los partidos) a pactar”— ya resultarían suficientes para iniciar una conversación pública al respecto. Pero cabe traer a colación unos cuantos más.

Los votos en blanco vienen configurando una singular paradoja representativa. Se supone que persiguen hacer público tanto su respaldo al sistema democrático como su rechazo a las variadas alternativas existentes (esto es, a los diferentes partidos políticos). Y, sin embargo, son esos mismos votos favorables al sistema político los que el sistema político se encarga de ignorar.

Los votos en blanco se computan, pero no se representan. Obtienen una mención en el recuento durante la jornada electoral y un asiento contable en los resultados del BOE, pero, más allá de eso, carecen de presencia política. Que ni siquiera modifiquen el quorum es revelador: a efectos prácticos, entre votar en blanco y abstenerse no hay ninguna diferencia.

Si se transformaran en escaños vacíos, esos votos adquirirían representación política, no meramente aritmética. Reseñarían el descontento de una parte de la ciudadanía que se identifica con los grandes rasgos del sistema representativo —elecciones periódicas, gobernantes sujetos a la voluntad del electorado, estado de derecho— pero que no encuentra a nadie en quien confiar a la hora de destinar su voto. La sola presencia de esos escaños huérfanos supondría una demanda de novedades en la oferta política, tornando el sistema más dinámico y competitivo.

Los motivos de la actual desafección hacia los políticos son desde luego muchos y complejos

Así las cosas, no es de extrañar que en apenas una década la reivindicación haya encontrado un respaldo social considerable que todo indica que no hará sino aumentar. Los motivos para la actual desafección hacia los políticos son desde luego muchos y complejos, y de hecho el fenómeno es considerablemente anterior a la crisis económica que padecemos. Pero no parece descabellado sugerir cierta relación entre el raudo éxito de la demanda de los escaños en blanco y la creciente pérdida de soberanía por parte de los estados. Un vaciado del poder estatal que es desde hace tiempo vox populi en la academia, y que no podía dejar de tener consecuencias prácticas entre la ciudadanía.

El antiguo estado-nación se relacionaría así con votos en blanco meramente computables, cuya sola significación sería la del descontento con las diferentes ofertas; pero al estado-globalización actual le concernirían más bien los votos en blanco representados. Representados por escaños vacíos que, además de lo anterior, reflejarían también la impotencia de la política estatal en ciertas áreas y la demanda ciudadana de instituciones realmente soberanas sin cuya existencia la democracia deviene tan sólo una cáscara institucional vacía.

No es poco, por tanto, lo que atesora en su interior la iniciativa. La ciudadanía se encontraría representada con mayor exactitud y justicia. El sistema se tornaría más competitivo. Muchos ciudadanos suscribirían con su voto lo que es ya un lugar común en cualquier análisis político medianamente lúcido y no teñido de electoralismo partidista: que donde no hay soberanía, no puede haber democracia. Y lo harían señalando a la vez que su fe en los ideales democráticos se mantiene pese a todo incólume, y que por tanto no han sido tentados ni por alternativas populistas ni por otras de otro cariz, todavía más funesto. Además —y aunque en muy último lugar— resultaría más barato. ¿Por qué razón que no fuera el propio interés podría alguien (o algo, como por ejemplo un partido político) estar en contra?

Ahora que uno de los padres de la constitución ha otorgado su nihil obstat a la propuesta, toca esperar y ver qué responden al respecto los diferentes partidos, en especial los dos grandes. Entonces veremos no solo lo que los escaños en blanco significan, sino además lo que traslucen, lo que dejan ver, lo que transparentan. Después de todo, si no son los ideales representativos los que guían nuestro juicio, la medida no sólo supone menos escaños a repartir, sino además introducir a otro competidor en la carrera, otro al que muchos de mis votantes pueden libremente elegir. Mejor no darles la oportunidad siquiera. En ese sentido, todo indica que los escaños en blanco resultarán también transparentes a la hora de desvelar cierta concepción de la voz “democracia”… pero esa es otra historia, y ha de ser contada en otra ocasión.

Jorge Urdánoz Ganuza es profesor de Filosofía del Derecho y del Master de Derechos Humanos de la Universidad Oberta de Catalunya.

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