El generador del Sahel

Segunda de 5 crónicas de una cooperante desde el terreno. Por Yolanda Román (@stricto_sensu)
Foto/Óscar Naranjo Galván
Un verano en Dakar
Escribo desde Dakar, llevo aquí cuatro semanas y aquí estaré todo el verano trabajando con Save the Children en la emergencia de Sahel, donde 18 millones de personas viven al borde del abismo del hambre.
El generador
Lo que peor llevo de la vida en Dakar son los constantes cortes de electricidad. En medio de la cena o justo cuando estás a punto de enviar un documento importantísimo, plaf, se va la luz. Sin previo aviso, sin conmiseración. La primera vez, el apagón me pilló desprevenida y, cómo decirlo, "desprotegida", en mitad de una ducha. El primer y más natural impulso humano en tales circunstancias es soltar un taco, en el idioma que sea, y el segundo buscar a los vecinos, esto tras recordar donde está la toalla y mientras rezas para no pisar esa cucaracha muerta que no has querido recoger antes y ahora te arrepientes. Después de conseguir vestirme a oscuras, salí al portal, punto de reunión por defecto de toda comunidad, y fue entonces cuando lo oí por primera vez: el generador.
Cuando se va la luz, se invoca al generador. Al principio, sin saber si tal cosa era la causa o la solución del problema, y si se trataba de un dios, una máquina o un fornido funcionario con excepcionales poderes, la palabra me producía verdadera fascinación. Y también un poco de miedo: el generador. Las primeras veces, impresiona sentir que hay algo o alguien tan poderoso, de quien dependemos para poder seguir con nuestras vidas y enviar nuestros emails. Pasado un tiempo, lo he integrado con naturalidad en mis conversaciones, y ahora soy la primera en interesarme, al llegar a cualquier sitio, sobre si disponen o no de generador, demostrando mi dominio de las costumbres locales.
Cuanto mejor voy comprendiendo la situación en el Sahel y el trabajo de los distintos actores humanitarios en el actual contexto de crisis alimentaria, más me pregunto si no nos habremos convertido en “ el generador” para las comunidades a las que proporcionamos ayuda de emergencia. La intervención de emergencia es, por definición, puntual y temporal, un remedio provisional que no debería terminar integrándose en las conversaciones, en el paisaje. Ya estuvimos aquí en 2005, en 2008 y en 2010. Algo falla. Con cada nueva crisis, las familias resultan más gravemente afectadas. Pierden sus medios de vida, sus tierras, su ganado, o se endeudan sin posibilidad de recuperarse a tiempo para poder hacer frente a la siguiente crisis. Esta dificultad para sobreponerse y adaptarse de cara al futuro es el llamado “déficit de resiliencia” y explica en parte la creciente dependencia de la ayuda humanitaria en la región.
No quiero decir que la ayuda sea contraproducente o innecesaria. Ayudar a otros seres humanos a sobrevivir, a ganarle la batalla al hambre y la injusticia, es una obligación ética y política ineludible, en África o en Europa. Pero la ayuda de emergencia “tradicional” no es suficiente. Los problemas de fondo necesitan medidas políticas y económicas, ya lo sabemos, pero también otro tipo de ayuda por parte de las ONG y de los países donantes. Una ayuda que comprenda todas las necesidades de las familias y los hogares, más allá de proporcionarles comida y asistencia médica. Lo explica muy gráficamente Marc Chapon, de Veterinarios sin Fronteras, en una entrevista reciente: “Los donantes están centrados en dar comida a la gente, pero la gente vive de sus animales y para ellos es más importante la salud de sus animales que la comida de sus familias, porque son los animales los que les permitirán aguantar más tiempo”.
Los pueblos del Sahel son fuertes y orgullosos. ¿Y si en vez de generar dependencia, generásemos esperanza en el futuro y les ayudásemos a construirlo? Algunas organizaciones trabajan ya con este enfoque y están reclamando un cambio radical en las políticas y los sistemas de cooperación y humanitario. Pero el verdadero reto, digámoslo en voz alta, es cómo le decimos al pequeño donante solidario, a toda la gente que nos ayuda a salvar vidas y sin cuya colaboración económica nuestro trabajo no sería posible, que vacunar vacas es igual de importante que vacunar niños. ¿Cómo se hace una campaña pública sobre resiliencia? ¿Os imagináis un “Apadrina una vaca” en las marquesinas de Madrid?
Y sin embargo, ¿no es esa esperanza lo que nos demandan cuando nos miran así? Con esos ojos enormes, incrédulos y benevolentes, que parecen estar preguntándose si somos dioses, funcionarios o máquinas.
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