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Tribuna
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La tesis de Basilio Soulinake

Hay ámbitos que no deben estar sometidos al conflicto partidista. No todo lo público debe ser político

Hacia el final de Luces de bohemiahay un momento en el que una portera y un supuesto estudiante de medicina discuten si Max Estrella está muerto o si es víctima de un ataque de catalepsia. La portera insiste en que está muerto y el supuesto estudiante de medicina, Basilio Soulinake, que sostiene lo contrario, le niega autoridad en la materia por carecer de estudios universitarios y le espeta: “La democracia no excluye las categorías técnicas, ya usted lo sabe, señora portera”.

El malentendido que el falso estudiante —que es en realidad un anarquista perseguido por la policía— intenta zanjar con esta frase brutal tiene una cierta tradición en nuestra historia, y es a la vez causa y reflejo de un flanco particularmente débil de nuestra vida pública: el alto grado de politización de ámbitos que en la mayoría de los países de nuestro entorno no están sometidos a los vaivenes políticos ni tienen nada que ver con ellos.

¿No sería mejor mantener una administración profesional e imparcial?

El primero que viene a la mente es de la justicia. ¿Es congruente que unos magistrados que, de acuerdo con la Constitución, no pueden pertenecer a partidos políticos ni sindicatos, sean elegidos como miembros de la cúpula judicial según su filiación conservadora o progresista? ¿En qué quedamos? ¿Debe valorarse su proximidad a los grupos políticos o no? ¿No tenemos un sistema de separación de poderes? También la administración del Estado está demasiado politizada. ¿Es lógico que dependan del color del partido en el gobierno los directores y subdirectores generales, que tienen competencias básicamente técnicas y son responsables de la marcha diaria de la administración? ¿No les convierte eso en servidores de los partidos más que de los ciudadanos? ¿No sería mejor restringir el ámbito político únicamente a los escalones más altos, a los ministros y secretarios de Estado, y mantener por debajo a una administración profesional e imparcial? Lo propio sucede en muchos otros campos. Las empresas participadas por el Estado, por ejemplo. Si se trata de empresas privatizadas, ¿no debería el Estado actuar de forma neutral, dejando que fueran los restantes accionistas los que decidieran la continuidad o el cese de sus directivos, por motivos exclusivamente relacionados con la competencia de su gestión? Otro ejemplo: la televisión pública. Teníamos una ley que consagraba su independencia y la protegía de las presiones políticas. ¿Qué ganamos volviendo a la situación anterior? Otro más, hoy por suerte en vías de corregirse: las cajas de ahorros. ¿Cómo es posible que los miembros de sus consejos de administración fueran elegidos más por su adscripción a un determinado partido político que por sus conocimientos económicos, financieros o jurídicos?

La lista podría continuar. Las consecuencias son obvias para cualquiera que se pare un momento a pensarlo. La justicia ve mermada su independencia. La administración pierde continuidad y se convierte en un elefante desmemoriado. Entre los intereses del partido en el gobierno y los de los ciudadanos, se imponen siempre los primeros. Florece el adanismo, se descubren mediterráneos por doquier y se tropieza una y otra vez en las mismas piedras. El concepto de servidor público, de persona que, cualesquiera que sean sus ideas, se somete a la dirección de los políticos elegidos por los ciudadanos y pone a su servicio su experiencia y sus conocimientos técnicos con disciplina y profesionalidad, queda relegado a los escalones más bajos de la administración. El arbitrio de los gobernantes aumenta, a costa de la solidez de los fundamentos del Estado.

El contraste con los países de nuestro entorno es muy grande. Ningún director general británico debe abandonar su puesto a causa de los resultados de unas elecciones. Ningún embajador italiano, sueco o portugués cambia al cambiar el partido en el gobierno. Las creencias políticas de un magistrado alemán o danés son tan privadas como su historial médico.

Hay ámbitos que no deben estar sometidos a la alternancia política. No todo lo que es público debe ser político. Disponer de una administración sólida, que no esté al servicio de los políticos y de los intereses partidistas sino de los ciudadanos y de los intereses generales, es bueno para todos, incluidos por supuesto los partidos políticos. A los ciudadanos no nos interesa si un vocal del Consejo del Poder Judicial, el presidente de una empresa de infraestructuras eléctricas o el director general de tráfico son progresistas o conservadores. Que piensen y voten lo que quieran. Lo que nos interesa es que sean competentes y que desempeñen el cargo con profesionalidad y dedicación.

La democracia heredó unas elites franquistas

Hace poco, en un magnífico artículo en estas páginas (Los partidos, ¿el núcleo de todo esto?, 13-7-2012), José Antonio Gómez Yáñez databa en la aprobación de las leyes orgánicas del Consejo General del Poder Judicial y de reforma de las cajas de ahorros, en 1985, el momento en que el país se adentró en lo que llama la omnipresencia de la política. Lleva razón, se trata de dos leyes de una importancia capital, pero, a mi juicio, el origen del problema se extiende a lo largo de toda la Transición. La democracia heredó unas elites franquistas. Confiar su renovación gradual al paso del tiempo parecía excesivo y por esto se reformaron las leyes para propiciar su sustitución por profesionales solventes pero con credenciales democráticas. Nadie reparó en la politización en que se incurría porque entonces todo el mundo sabía de qué pie calzaban los que se declaraban apolíticos. Pero con el paso de los años el resultado ha sido una deriva clientelista y de deslegitimación de los profesionales, cuyos puntos de vista se han despachado con frecuencia con el argumento de que para mandar hay que presentarse a las elecciones.

Curiosamente, la reforma militar actuó en sentido contrario. Se exigió a los militares que se comportaran de forma escrupulosamente apolítica, y gracias a esto hoy la división del trabajo entre políticos y militares es ejemplar. También hace unos años se pactó un procedimiento para el nombramiento de los directores de los museos nacionales que los sustrae al juego político, lo que permite atraer a profesionales de prestigio. Si queremos que el país funcione mejor, deberíamos aplicar sistemas similares a la justicia, a la administración del Estado, a la televisión pública, a las empresas participadas por el Estado. Profesionalizarlas, despolitizarlas. Resucitar a Montesquieu. Protegerlas de los vaivenes políticos. No se trata de un conjunto de reformas fáciles, porque en apariencia reducirían el poder de los mismos encargados de promoverlas, los partidos políticos, que tienen un papel imprescindible en nuestra democracia. Pero a medio plazo sus efectos serían muy positivos para todos, incluidos los partidos, cuya legitimidad saldría reforzada.

Por cierto, como cualquier conocedor de la obra de Valle-Inclán sabe, cuando la portera y Basilio Soulinake discuten, Max Estrella está muerto y bien muerto. La portera tiene razón. No está cataléptico. Pero esto no invalida la tesis de Soulinake: la democracia no excluye las categorías técnicas.

Carles Casajuana, ex embajador de España en el Reino Unido, es escritor y diplomático en excedencia.

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