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Columna
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El ingenuo cabreado

Peces Barba sabía que era difícil hacerle caso a Joyce (“ya que no se puede cambiar de país, cambiemos de conversación”), pero trató de mantener una conversación sosegada en un país que ya lo perdió.

Juan Cruz

Una de las peores cosas que tiene la política es que se llame “cosas de la política” a lo peor que tiene. Ese tópico, “cosas de la política”, trata de aliviar la bajeza moral o el desprecio del otro y se utiliza no solo en las campañas electorales o en el ejercicio de la oposición o del Gobierno. Se utiliza siempre, siempre hay enemigos simbólicos que sirven para que la prensa, la oposición e incluso el Gobierno lancen llamaradas para silenciar, amedrentar o eliminar a los de enfrente. A veces es uno el elegido, o a veces es un colectivo, pero siempre hay un pretexto (“cosas de la política”) para envenenar el ambiente y sacar algún provecho de ello en medio de una atmósfera de sangrienta animadversión.

Como si para la política no valieran los contrafuertes éticos aplicables a cualquier otro oficio basado en la palabra, al político, y al que le sirve, se le permite malversar el bagaje institucional que tiene ese ejercicio. La prensa es, en muchos de estos casos, una aliada necesaria.

Uno de los políticos afectados por esa sucesión de bajezas que se usa para destrozar a un Gobierno, a una oposición o a alguien en concreto fue Gregorio Peces-Barba, que acaba de morir y que fue uno de los ciudadanos más insultados de este país que desenfunda antes de empezar a pensar. Él asumió los ataques como parte de su papel de funcionario en estado permanente de servicio a su país. Y lo hizo con su aire de ingenuo cabreado, con el que vivió la mayor parte de estos últimos años. Sin apenas decir, sin apenas quejarse de la navaja moral que le pusieron en la yugular, este hombre de apariencia sosegada pero de alma sumamente intranquila vivió como si las balas silbaran en otro sitio. Pocas veces reclamó en público respeto para su dignidad institucional, pero en su rostro, en sus ojos asombrados, en su alma perpleja, la mella de esos disparos de pólvora indecente sí fueron dejando huella. Huella, perplejidad, cabreo. Hacia los que lo dejaron solo siendo de los suyos y hastío ante los que se aprovecharon de esa campaña para deteriorar aún más al partido en el poder, al que perteneció.

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Esos ataques vinieron porque a la ultraderecha mediática y a la parte de la oposición que le convino le venía bien utilizar a las víctimas del terrorismo como ariete contra la política de José Luis Rodríguez Zapatero, que lo nombró comisario encargado de buscar a esas víctimas acomodo institucional en este país tan difícil. Antes de que hubiera respirado por primera vez en esa silla que se convirtió en un potro de tortura, ya le habían inventado epítetos, ya lo habían destronado virtualmente, ya era blanco de todas las iras y ya era él mismo una víctima principal de las chanzas del periodismo procaz de nuestros tiempos. Al lado, la política consideró que estas eran cosas de la política y alentó, desde la oposición, ese acoso mediático que en un momento determinado fue un clamor que no entiendo cómo no derribó físicamente a Gregorio Peces-Barba.

A él lo salvaba la ilusión con la que acometía todas las tareas, y aunque esa se le torció gravemente en medio de la indiferencia de unos y de otros, mantuvo arrestos para seguir siendo un maestro que además parecía un discípulo. Él sabía que era difícil hacerle caso a Joyce (“ya que no se puede cambiar de país, cambiemos de conversación”), pero trató de mantener una conversación sosegada en un país que ya lo perdió.

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