Arquitectura para aprender a jugar
Los juegos que jugamos y los que no jugamos, cómo jugamos y con quién jugamos adelanta muchos aspectos de nuestra vida. Eso consideran los arquitectos noruegos Marit Justine Haugen y Dan Zoha, que para el parvulario Breidalikk de Trondheim, cerca de Oslo, combinaron experimentación y creatividad para tender un puente entre el futuro y la tradición, entre el individualismo y el equipo, entre la integración y la independencia y entre lo más divertido y lo más serio. También.
Haugen y Zoha sostienen que los niños son los clientes más innovadores, los más abiertos. También los más exigentes. Por eso en la cueva que realizaron en Trondheim tuvieron que exprimir los dos ingredientes con los que suelen trabajar los parvularios públicos: poco presupuesto y mucha creatividad. La idea de refugio y juego adquirió forma de cueva. Pero también de montaña. Se puede jugar a trepar, a ascender, pero también a esconderse, y el elemento-edificio-paisaje que lo hace posible es una montaña de 50 metros cúbicos, una tonelada y media de deshecho industrial formado por restos de espumas procedentes de fábricas de automóviles, de zapatos y de industrias de paquetería. Con ese material aislante formaron capas que se superpusieron construyendo pequeños escalones. A las capas se le aplicó la técnica de la sustracción para excavar del desecho sólido convertido en una especie de “terrazgo de espuma” –como lo describieron cuando le concedieron el premio del RIBA a la arquitectura emergente. El Ayuntamiento de Trondheim convocó un concurso para que los niños jugaran. El proyecto ganador es este, ambiguo y ambicioso: cuevas, escondites, ventanas y peldaños de un edificio para aprender a jugar, a imaginar y también a decidir si trepar, esconderse o perderse.
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