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Tribuna
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Ceder soberanía, ¿a quién?

Un superministro de Economía europeo sólo puede ser aceptable si se sabe cómo expulsarle

Sandra León

La arrogancia y la desesperación son malas consejeras en política. Si además se combinan de manera aleatoria, el resultado es algo muy parecido a la actuación del gobierno de los últimos meses. El trayecto de Mariano Rajoy y su equipo en la gestión de la crisis financiera puede describirse como un accidentado viaje pendular, desde la arrogancia hacia la impotencia, que ha lastrado enormemente la credibilidad del gobierno. La soberbia de los populares comenzó causando enfado en Bruselas con el retraso en la presentación de los presupuestos generales y acabó siendo fuente de hilaridad en buena parte de la prensa internacional con el ya conocido “Usted dice tomate, yo digo rescate”.

La desesperación ante el agravamiento de la crisis de la deuda llevó finalmente a Rajoy a proponer la cesión de soberanía a Europa a cambio de que los socios europeos se implicasen más en la ayuda a los países en dificultades. La solución no era de altos vuelos: se parecía más a un pragmático intercambio de favores auspiciado por la debilidad española, que a un proyecto europeísta de largo alcance. El presidente solo ha conseguido que el Eurogrupo atienda las urgencias de la deuda cuando se ha dejado acompañar por Italia y Francia y ha sustituido la grandilocuencia por una descripción sincera de la situación española.

Entre lo urgente y lo necesario, la cumbre de la eurozona parece haber resuelto lo urgente, pero persisten los interrogantes sobre lo necesario. Rajoy y otros líderes europeos han hablado de la necesidad de ceder soberanía, pero las garantías que acompañarán la futura cesión de poder político siguen estando fuera del debate.

Los pocos avances que hasta ahora se han producido en la crisis del euro han tenido mucho que ver con las fórmulas para gobernar la economía y muy poco con las instituciones políticas que completarán la futura unión bancaria y fiscal. Más allá de ser la coletilla con la que los líderes europeos terminan sus discursos, la unión política está hoy más presente en las disquisiciones académicas que en la agenda europea. La consecuencia es que nos encaminamos hacia una mayor unión económica, sin que se discuta a quién cederemos soberanía: qué órganos van a gestionarla y cómo van a ser controlados por la ciudadanía.

La  Cumbre parece haber resuelto lo urgente, persisten los interrogantes sobre lo necesario

Por ello cabe preguntarse si ceder más poder político mejorará la capacidad de los ciudadanos de influir en las decisiones de los políticos. La respuesta es que no lo hará si no se produce una transformación de calado en las instituciones políticas europeas.

El mayor poder que tiene la ciudadanía en cualquier democracia es la capacidad de expulsar del poder a sus gobiernos. Precisamente es el horizonte de premios y castigos al final de la legislatura lo que hace que los políticos tengan incentivos para no desviarse en exceso de lo que quieren los votantes. Igual de importante es el trabajo de control e información sobre el gobierno que realizan los partidos de la oposición.

Sin embargo, en las actuales instituciones europeas los ciudadanos no pueden expulsar a quienes gobiernan desde Bruselas, ni en el Parlamento Europeo hay nada parecido a las dinámicas entre un gobierno y la oposición. Además, en momentos de crisis hemos comprobado que el poco poder político supranacional desaparece. La marginación del Parlamento Europeo y de la Comisión en beneficio del Consejo ha terminado por reducir la estructura política europea a un directorio intergubernamental entre Alemania y Francia. Lo anómalo de esta situación ha quedado patente cuando miles ciudadanos seguían con impaciencia la evolución de las dinámicas electorales en esos dos países para intentar comprender el desenlace de la crisis en el suyo. Por lo tanto, es cuestionable ceder más soberanía si se mantienen estas instituciones o si se desconoce cuáles van a reemplazarlas.

Alguien puede pensar que la cuestión de la soberanía no es tan relevante si lo que importa a los ciudadanos no es perder capacidad de decisión, sino la instauración de un liderazgo europeo eficaz que ponga solución a la crisis. Los datos de opinión no parecen apuntar que eso sea así y, en el caso de que lo fuera, reconocerlo no alivia el problema, sino que lo agrava. La misma desesperación que explica que muchos ciudadanos acaben aceptando gobiernos tecnócratas ante la incapacidad de sus gobernantes es la que lleva a algunos líderes a plantearse perder soberanía para resolver una crisis de eficacia.

La tarea de reinventarse las instituciones políticas europeas es más complicada, si cabe, que las de construir el gobierno económico. No obstante, las prisas que impone la crisis en algunos países no pueden servir para eludir este debate. En definitiva, la propuesta de Alemania de crear un superministro de Economía europeo sólo puede ser aceptable si se conocen las condiciones bajo las cuales los ciudadanos van a ser capaces de expulsarle del poder. Si no es así, no está claro que “más Europa” mejore la capacidad de decisión de la ciudadanía. Pensar en la estructura institucional que sí lo haga posible es un reto que no puede quedar socavado por la coartada de la crisis ni por las urgencias de quienes se prestan a ceder soberanía con los ojos cerrados.

Sandra León es profesora de la UCM y colaboradora de la Fundación Alternativas.

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