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Tribuna
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La estatua de sal

Hay que volver la vista atrás, no con ánimo de venganza sino por respeto a la democracia

Rafael Argullol

Luis de Guindos nos ha recordado que la mujer de Lot fue convertida en estatua de sal por volver la vista atrás. En los tiempos que corren es de agradecer que un ministro de Economía haga una referencia a la Biblia, y que ésta no sea al Apocalipsis. Es importante, sin duda, tener en la memoria el asunto de la estatua de sal. Pero me parece que las conclusiones pueden ser muy diversas. El señor Guindos dijo —o eso afirmaron los periódicos— que “no hay que mirar muy atrás”. Y ahí empiezan los problemas: ¿qué significa “muy atrás”? ¿Es un “muy atrás” cósmico, geológico, biológico o histórico? Para no recibir el castigo que recibió la mujer de Lot qué es lo que, exactamente, no hay que mirar. ¿El Big Bang?; ¿el origen de la vida en la Tierra?; ¿la caída del Imperio Romano?; ¿la guerra civil española?; ¿la Transición? O, tal vez, es un “muy atrás” más reciente, y no hay que mirar a la fuente del desastre económico actual, o al origen del colapso financiero, o —si el “muy atrás” es todavía más próximo— a la génesis de la dilapidación en Bankia, motivo último de la reflexión bíblica del ministro.

Es difícil saber con precisión las consecuencias de la cita del señor Guindos, apoyada en una fea expresión castrense o judicial que está de moda últimamente, y que es la favorita del banquero Goirigoizarri, actual presidente de Bankia: “no es mi misión depurar responsabilidades”. Esto complica aún más el horizonte pues, si no hay que encontrar responsables en el camino, ¿para qué volver la vista atrás, aunque no sea “muy atrás”? La mujer de Lot sintió curiosidad y se vio esculpida en sal, pero si no hay que sentir curiosidad alguna para no toparse con responsables de cualquier tipo, ¿a qué viene esta cita bíblica? Hubiera sido mejor recomendar una lectura colectiva del Libro de Job para que los españoles supiesen que lo que sucede, o ha sucedido, es la consecuencia de designios inescrutables, como los divinos.

Es imprescindible el aire fresco de la catarsis. La sociedad debe percibir que las responsabilidades “se dirimen”

Al contrario que el ministro de Economía yo sí creo que hay que volver la vista atrás, incluso “muy atrás” si es necesario, no con ánimo de venganza sino por respeto a la democracia. Es una cuestión de miradas. La mirada vengadora busca el ajuste de cuentas y, aunque pueda satisfacer al agraviado, o a los suyos, en nada contribuye al crecimiento de la libertad. La mirada reparadora —tras la cual sí tienen que “depurarse responsabilidades”— otorga confianza a la comunidad y, al evitar la percepción de que los delincuentes quedan impunes, refuerza el sentido mismo de la ley democrática. Los delitos pueden ser perdonados, si así se considera para una mayor concordia, pero deben ser investigados implacablemente, todo lo atrás que sea imprescindible. Naturalmente para eso se necesita una sociedad que sea lo suficientemente libre como para decirse la verdad.

Y esa, creo, es la raíz del problema. Tener el coraje de decirse la verdad guarda similitudes con la curiosa tentación de mirar atrás. También la mujer de Lot hubiese podido ser convertida en estatua de sal por querer saber la verdad. ¿Una verdad cercana?; ¿una verdad que quedaba atrás?; ¿una verdad que quedaba “muy atrás”? Tomemos el caso práctico al que aludía el señor Guindos: ¿cuántos subsuelos hay que atravesar para encontrar algo de luz en la sima de Bankia? El “subsuelo Goirigoizarri”, el “subsuelo Rato”, el “subsuelo Blesa”… ¿Serían suficientes? Evidentemente no, pues es fácil deducir que cada uno de ellos estalla en múltiples direcciones. Deberíamos decirnos la verdad en tantas cosas que nadie está dispuesto a abrir una nauseabunda caja de Pandora. Sin embargo, hay algo más que la sagrada omertà de los banqueros, la complicidad de los políticos o la ineptitud de los jueces: hay una general impotencia en nuestra sociedad para contemplar el presente y, sobretodo, el pasado sin recurrir a la mentira o, cuando menos, a la opacidad. La falta de valentía no sólo imposibilita toda ecuanimidad sino que origina un permanente sectarismo.

El actual espectáculo entorno al Diccionario de la Academia de Historia es suficientemente elocuente. La esperpéntica falta de consenso de los historiadores españoles parece confirmar el tópico de que la Historia de España es cosa de los anglosajones y de algún francés. En cualquier caso sería difícil esperar una transparencia historiográfica en una sociedad escasamente interesada en la verdad histórica, o miedosa ante sus consecuencias (“depurar responsabilidades”). Casi ocho décadas después de iniciada la Guerra Civil la confusión sigue viva entre nosotros, y tras casi cuatro décadas transcurridas desde el principio de la transición no hay una información ponderada sobre sus condiciones y consecuencias. Al parecer —y en eso Guindos tendría su razón— no se puede ahondar en el pasado sin temer los resultados.

Este tabú ha acabado siendo una herida cada vez más profunda en el cuerpo de la democracia. Su gangrena es la desconfianza: los ciudadanos desconfían de sus supuestos representantes, y los políticos desconfían de cualquier movimiento que implique “dirimir responsabilidades”, apareciendo ante aquéllos como una casta que se autoprotege, y protege a los suyos. La imagen de impunidad de que ha gozado la corrupción ha llevado al recelo generalizado, un peligroso cul de sac en el que cualquier irracionalismo y demagogia son posibles, pero plenamente justificado por la tupida telaraña de intereses que rodea al poder, y que el ciudadano ve traducido en un sinfín de regalías (por ejemplo, los consejos de administración que se regalan, incomprensiblemente, a los políticos), fantasiosas indemnizaciones e impunidades.

La sistemática ocultación de la verdad ha llevado a un tal empozoñamiento de la vida pública que ya nadie sabe si las declaraciones contundentes son fruto del autoengaño o de la desfachatez, pésimo síntoma en ambos casos. Y me temo que es esta dinámica de la incertidumbre creciente la que se ha trasladado a la opinión internacional que, agitada por la prensa amarilla pero también por responsables políticos de envergadura, empieza a señalar la culpabilidad colectiva de los españoles, como antes hizo con los griegos, sin distinguir demasiado entre los que delinquieron y los que pagan los efectos del delito. La hemorragia crece sin cesar y para cortarla en algún punto, señor Guindos, “hay que dirimir responsabilidades” y reconocer la verdad.

Si es necesario mirar atrás, se mira. No parece que haya tiempo para la cobardía

Los ejemplos son infinitos, y necesitarían no un artículo sino una enciclopedia, pero examinemos brevemente dos, de militancias políticas opuestas, el primero situado en un “atrás” no muy lejano y el segundo en otro bien reciente. ¿Es responsable todavía hoy el señor Zapatero de su célebre tesis sobre la solidez suprema de la banca española? Sí, a mi juicio, fuera aquella nefasta euforia consecuencia del autoengaño —al que era tan proclive— o de una explícita falta de verdad. No se le puede otorgar el beneficio de la ignorancia, porque un presidente del gobierno, a no ser que fuera un inepto completo, lo cual implicaba culpabilidad en un cargo así, no podía ignorar el desastroso estado de los bancos, primeros artífices de la especulación inmobiliaria. Mirando a anteayer encontramos, nítida, la figura de Zapatero. Al mirar “menos atrás”, a un ayer reciente, hallamos a Rodrigo Rato proclamar en una conferencia en Barcelona, hace tres semanas, la hercúlea potencia de Bankia. Rato, ministro de Economía con Aznar, antes de ser presidente del Fondo Monetario Internacional y luego de Bankia, no podía, en ningún caso, ignorar la dimensión de la mentira proclamada. Si no tuviera otras responsabilidades —aunque me temo que sí—, tiene la responsabilidad de ese engaño.

La maraña de informaciones contradictorias, de medias verdades cocinadas en el fogón de la manipulación, de confusos tecnicismos en boca de buscadores de impunidad únicamente puede conducir al colapso. De no remediarlo pronto nos encontramos con la imagen más vergonzosa: la de las ratas abandonando el barco porque este está a punto de hundirse. Para evitarlo es imprescindible el aire fresco de la catarsis. La sociedad debe percibir que las responsabilidades “se dirimen”. En eso consiste la democracia. Si es necesario mirar atrás, se mira. No parece que haya tiempo para la cobardía. Ya dijo un poeta: “En ocasiones hace falta regresar al pasado para conquistar el porvenir”.

Rafael Argullol es escritor.

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