Tirar la primera piedra
Es vergozoso que se culpabilice de la crisis a los millones de parados y a los pequeños empresarios
A nadie con dos dedos de sensibilidad social, es decir a nadie que se mueva entre el mundo de las finanzas y la alta política, y que esté dotado de un mínimo de capacidad para la empatía con los problemas del prójimo, puede sorprenderle la caída en picado del ánimo de la ciudadanía. Las depresiones han aumentado de manera alarmante y también el índice de suicidios, que no salen en los periódicos, pero de los que cualquiera que tenga amigos o conocidos entre los profesionales de la salud mental está al corriente. La mayor parte de la población se divide hoy entre ciudadanos indignados y ciudadanos víctimas de la indefensión, que descreen de la política, de los economistas y, lo que es ya más grave, de la protesta. Y ante tanta desolación, resulta escandaloso escuchar a algunos políticos o leer a mucho comentarista intentando culpabilizar al ciudadano diciéndole que lo que le ocurre es debido a que, durante años, se lió la manta a la cabeza, tiró la casa por la ventana y vivió por encima de sus posibilidades. Culpabilizar a cinco millones de parados y a miles y miles de pequeños y medianos empresarios que han tenido que clausurar sus empresas debido al catastrófico estado económico del país, de la pérdida del Estado del bienestar es de juzgado de guardia. Sí vivían —y viven— por encima de sus posibilidades (que eran las de todos) los banqueros que, como premio por sus pésimas gestiones, se han ido a casa con despidos de 20 millones de euros (la directora de CAM), veintitantos los gestores de Novacaixagalicia, 16,5 el director general de Caixa Galicia, de la Coruña, días antes de que se fusionara con Caixa Nova, de Vigo; los que cobrará Rato por dejar, por fin, Bankia… En fin, si se suman los millones de euros con que se han premiado las malas gestiones financieras en este país más los millones y millones que han costado aeropuertos que no se utilizan, complejos culturales faraónicos que nadie pisa, aves que trasportaban a 10 pasajeros al día, miles y miles de complejos de edificios de horribles apartamentos que han arruinado la costa mediterránea, cántabra y andaluza y que, cuando se construyeron a base de recalificaciones fraudulentas de terrenos ya se sabía que no se iban a vender, y que hoy se levantan, cual gigantescos fantasmas de cemento en zonas que hieren la vista, como testimonio de la tragedia económica de un país que no se escribe en un día, de la noche a la mañana, a raíz únicamente de una crisis global, sino que se va creando día a día durante, al menos, 20 años. Ellos, financieros, banqueros, constructores y buena parte de los políticos de los distintos gobiernos que colaboraron en el desmán, y que siguen sin rendir cuentas del dinero engullido, hasta ahora misteriosamente (Bankia es un ejemplo), sí deberían sentirse culpables: no tiraron la casa por la ventana, tiraron a todo un país.
Produce rubor y bochorno oír a gentes que hasta hace tres años se ganaban la vida honestamente y que ahora malviven del subsidio del desempleo (algunas ya ni eso), con hipoteca e hijos a su cargo que, haciéndose miserable eco de la consigna oficializada, entonan su mea culpa por haber caído en el pecado de haber comprado hace años un piso, o una segunda residencia sin tener dinero en mano, o de haber pedido créditos para mandar a sus hijos a la universidad y sufragarles un sinfín de masters que, ya antes de la crisis de 2008, no les servía para nada porque el país padecía una sobredosis incurable de títulos universitarios. Esta población, formada por familias (más de un millón) en las que no entra un sueldo ni una subvención por desempleo, o que se sostienen gracias a la mísera jubilación de los abuelos, o que destina el cobro del paro a la hipoteca y que come merced a la beneficencia, no hizo sino hacerse eco de lo que el sistema predicaba al son de la política económica del momento, loca por el consumismo y ansiosa de propagar el mensaje de la mística de la propiedad horizontal: si usted, querido obrero, profesional o pequeño empresario, no vivía en un piso de propiedad, cambiaba de coche cada dos años y disponía de una segunda residencia, no era nadie. Se lo decían en el trabajo, en la radio, en la televisión, en el banco, sobre todo en el banco. En este país, el ciudadano —¡el ciudadano medio, eh!—, desde la instauración de la democracia , ha sido de una obediencia ejemplar: ha pagado impuestos, ha votado, ha comprado pisos, ha pedido créditos e hipotecas, ha hecho, en fin, lo que el sistema establecido le ha inculcado. Ahora, le dicen que es culpable. “Quien esté limpio de culpa, que tire la primera piedra”, escuché hace un par de días a un comentarista político de un medio de, huelga decirlo, derechas. Pues, bien, ahí va la primera piedra. No en mi nombre, sino en el de los millones de afectados, de humillados y ofendidos, por esta hecatombe que estamos viviendo.
Ana María Moix es escritora.
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