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Tribuna
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Preferiría no saberlo

Carlos Fuentes se ha ido de repente, sin desfallecer y en pleno uso de sus dominios intelectuales

¿A qué hora debe morir un hombre? Por grande que sea la curiosidad que nos lleva a hurgar en el destino, la mayoría de nosotros preferiría no saberlo. Felizmente consolados por esta santa ignorancia, que tanto nos ofende, vivimos como si tal cosa o nos comportamos como si esto fuera a durar siempre.

Pero hay hombres para los que la muerte no es una contrariedad que valga la pena tener en cuenta. Aunque supieran cuándo y cómo, dónde y a qué hora, su estilo confundiría a la mortalidad que acecha a la vuelta de la esquina y su desbordada vitalidad seguiría siendo muy temeraria.

Yo no podía imaginar a Carlos Fuentes sentado como un viejito en su mecedora y muchas veces me pregunté si algún día, cortésmente, dejaría pasar de largo la ocasión de hacer lo que no había hecho o decir lo que no había dicho todavía. Durante su larga y prolífica existencia Carlos ha sido un personaje infatigable al que la más breve de las pausas le resultaba insoportable. Por descorazonador que sea decirle adiós a un amigo por última vez, lo cierto es que uno debe agradecer a ese opaco e impredecible destino que Carlos se haya ido de repente, sin desfallecer, y en pleno uso de sus facultades físicas, sus dominios intelectuales y con la inolvidable complicidad de su humor.

Por más que fueran pasando los años, Carlos Fuentes conservaba erguido su porte, viva su descomunal memoria, lúcido su pensamiento, elocuente su verbo e inaplazable su cita diaria con la escritura. Sin dejar de ocuparse en su gran novela, la que empezó a publicar en la década de los cincuenta, Carlos Fuentes dictaba lecciones, escribía artículos, pronunciaba conferencias, acudía a foros y congresos y no dejaba de polemizar con el rumbo torcido de la Humanidad.

Su rotundo discurso político conciliaba la gran tradición cultural europea con el arte de afrontar dilemas sociales

Todavía es pronto para calibrar el vacío que dejará su ausencia, pero ya se adivina la soledad en la que ha dejado a algunas de las ilustres tribunas iberoamericanas. Carlos Fuentes ha sido un intelectual de acción del siglo XX, dotado con un raro don de gentes, una habilidad insólita para cultivar centenares de conversaciones simultáneas, una exquisita destreza diplomática y un savoir faire que le hacía destacar en cualquiera de los juegos mundanos de nuestro tiempo. Su rotundo discurso político conciliaba la gran tradición cultural europea con el arte de afrontar dilemas sociales y no dejaba de alentar a los líderes gubernamentales que se deslizan hacia la abrumada impotencia contemporánea.

Carlos ha sido un hombre de buena voluntad pero sobre todo ha sido un hombre de voluntad, de genio y fortaleza. Querer es poder —pensaba— y nada celebró con más alegría que el azar de encontrarse con hombres imbuidos por la misma certeza. Los temerosos le inspiraban una agria prevención, pues sin duda el miedo, en la vida y en la vida literaria, preludia decepcionantes traiciones. No obstante, nada le impedía actuar con una generosidad espléndida y ofrecer su ayuda a todo cuanto joven escritor se cruzara en su camino. Si reconocía la verdadera condición literaria no dudaba en brindarles su amistad y todos los editores que hemos tratado con él sabemos lo que eso significa: un elogio sin tacañería. Debe recordarse que esta singular cualidad de Carlos no fue el fruto de su posición como autor maduro y reconocido. Lo testimonia José Donoso cuando cuenta como un joven Carlos Fuentes gestionó la publicación de su obra en Estados Unidos.

Como protagonista de la insurgencia estética que supuso el boom narrativo latinoamericano, Carlos Fuentes fue también un agitador, un activísimo enlace entre España y América, un promotor de encuentros y debates que generaban conocimiento y desencadenaban las poderosas influencias que tan fértiles han resultado en las más recientes generaciones literarias. También en este territorio de invención y de imaginación se notará la ausencia del más optimista de los escritores.

Estos méritos pueden parecer rasgos de un inventario biográfico, pero sólo adquieren su sentido en una personalidad consagrada a la amistad. Si algo veneraba Carlos, además de a la periodista Silvia Lemus, su esposa y compañera, es la complicidad de la inteligencia y la fraternidad de los cómplices. El rescate de una obra literaria perdida, sacar a un escritor de la cárcel o postularlo para un merecido premio, es algo que vale la pena sólo cuando la confabulación es una noble alianza. Téngase en cuenta que esto sucedía en un hombre sobrio, pulcro, que no se consentía el más mínimo sentimentalismo.

El más reciente empeño que compartimos con Carlos fue rescatar de las cenizas del pasado al legendario Premio Formentor. Nos costó algunos años de apacibles conversaciones, pero lo que Carlos no supo hasta el último momento es que, a sus espaldas, el empresario Simón Pedro Barceló, la familia Buadas y yo lo preparamos todo para que fuera precisamente Carlos Fuentes el primer galardonado por un premio consagrado a la literatura, a la ensoñación que inspiran las grandes obras literarias.

Basilio Baltasar es director de la Fundación Santillana

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