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LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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Delenda est Hispania?

La ruptura de los lazos comunes, con la que especulan ciertos nacionalistas, dejaría a sus naciones fuera de su mercado natural y sería un embrión de contiendas. No se deben dar pasos en falso, pero alguno hay que dar

ENRIQUE FLORES

Se ha abierto la veda para cuestionar la organización territorial que la Constitución de 1978 establece para el Estado español. Un buen día aparece un mandatario europeo y deja caer que el verdadero problema financiero de España lo constituye la deuda de las comunidades autónomas. Al siguiente, Montoro las señala con dedo acusador en el Parlamento y Artur Mas, el presidente díscolo, afirma indignado que esto no va ni con Cataluña ni con el País Vasco, sino con las "autonomías artificiales". Todas estas personas se han limitado a denunciar que el rey está desnudo, algo que ya sabíamos sin atrevernos a reconocerlo. Literalmente, por cierto: las últimas actuaciones de la familia real debilitan seriamente una institución que debería jugar un papel decisivo en la reestructuración del Estado, hasta el punto de que algunos ya claman, como el célebre artículo de Ortega en El Sol: “Delenda est Monarchia”.

Se trata de una crisis nacional que, en el fondo, es mucho más grave que la económica. Una crisis que se viene incubando hace largo tiempo: desde el fiasco del nuevo Estatut de Catalunya (2006), como es obvio, pero antes ya desde la LOAPA (1982) y, si queremos bucear en los orígenes, en realidad desde las guerras carlistas o desde la Constitución de Cádiz (1812), admirable, pero efímera. La prudencia aconseja quitar hierro, pero la cuestión es si, por negarnos a intervenir, no estaremos haciendo imposible la recuperación del enfermo.

Porque esto es actualmente España, un país enfermo. Ya lo estuvo, claro, fue el enfermo de Europa en la segunda mitad del siglo XVII, con síntomas parecidos a los de hoy: disgregación territorial; hundimiento económico provocado por una deuda astronómica y una economía improductiva; pérdida de influencia política en el mundo; retroceso de la cultura. El pasado nunca se repite y también existen diferencias evidentes, como el papel desempeñado por España en el mundo: puntero, entonces; irrelevante, ahora. Pero la tendencia a abandonar el barco es una constante que se repite, como también vuelven los intentos centralizadores que antaño culminaron con la llegada de los Borbones y hoy se insinúan en las posiciones extremas de la derecha o de la izquierda y en los medios de comunicación que las sustentan.

Vale la pena reflexionar sobre las palabras del señor Mas. Según él, las únicas comunidades autónomas que requieren un Estatuto especial son Cataluña y el País Vasco. Me permito discrepar de su opinión, aunque pienso que hay que concederle parte de razón. Desde el siglo XIX, Cataluña y el País Vasco se singularizaron con un perfil nacionalista específico: por ello lograron la aprobación de sus Estatutos de autonomía en la II República y por ello siguen constituyendo casos especiales. Sin embargo, su especificidad no es algo exclusivo y el problema no se resolvería satisfaciendo tan solo sus reivindicaciones, como si las de los demás fuesen algo caprichoso.

La España autonómica es una pobre caricatura del modelo ibérico federal, que ya existió

A ver si nos entendemos. Las 17 comunidades autónomas que fueron aprobadas al socaire de la Constitución son un disparate, si lo que se pretende es que cualquiera de ellas merece tantas competencias de autogobierno como Cataluña o el País Vasco. Es evidente que el café para todos promovido por la UCD pretendía disimular las transferencias estatales a dichas comunidades —que parte de la sociedad española de entonces (y de ahora) rechazaba— haciéndolas extensivas a todo el mundo. Pero entre los beneficiarios de esta ampliación infundada existen muchos grados y sería radicalmente injusto tratarlos por igual. Considérese el caso de Galicia. Es verdad que históricamente perteneció a Castilla-León durante siglos y que sus reivindicaciones autonómicas fueron más tibias que las catalanas o vascas, tanto en el XIX como durante la II República. Pero también es verdad que el gallego sigue siendo la lengua materna de la mayor parte de la población, algo que ya quisieran para sí Cataluña y, más aún, el País Vasco.

No obstante, con agregar Galicia a Cataluña y al País Vasco como territorios "especiales" tampoco sería suficiente. Si lo verdaderamente diferencial es la existencia de otras lenguas históricas junto al español, habría que añadir Baleares, la Comunidad Valenciana, Asturias, Navarra y Aragón, en orden decreciente por porcentaje relativo de hablantes de las mismas, a las autonomías singularizadas. Tampoco veo por qué la lengua debe ser el único rasgo diferencial relevante. Si lo que importa es el alejamiento geográfico, Canarias reclama un estatuto privilegiado frente a todas las demás. Y si lo relevante es el tamaño y el número de habitantes, Andalucía podría constituir perfectamente un Estado europeo medio, igual que Castilla, mientras que casi todas las demás solo tienen el tamaño o los recursos de un land alemán.

¿Es posible un país con regiones muy autónomas, bastante autónomas, algo autónomas y nada autónomas? Lo dudo. Este modelo, que recuerda al del sistema solar, está montado sobre el supuesto falso de que existe un centro y una periferia, cuyas zonas más extremas —donde la fuerza gravitatoria de la estrella central se debilita— podrían llegar a descolgarse: en otras palabras, que Madrid es como el Sol, y Cataluña o el País Vasco serían como Plutón, un planeta cuestionado que, desde 2006 (¡el año del Estatut!), ha sido reclasificado por la Unión Astronómica Internacional. Claro que en España el falso supuesto no deja de ser un supuesto operativo: obramos como si Madrid fuese el centro natural de España y no el centro de Castilla, por lo que los flujos económicos, las comunicaciones y la imagen del país convergen hacia dicha ciudad en claro detrimento de Barcelona, de Sevilla, de Valencia o de Bilbao, por ejemplo.

Otro modelo es posible. Mejor dicho: resulta imprescindible. Un modelo en el que todas las comunidades autónomas tuvieran las mismas competencias, pero en el que solo hubiese una media docena, precisamente las que figuran en el escudo de España, con algún agregado extrapeninsular. Son estas comunidades las que fundaron el Estado español, no en época inmemorial, según quieren los esencialistas, pero tampoco antes de ayer, sino entre 1469 (matrimonio de los Reyes Católicos) y 1512 (incorporación de Navarra) más o menos. Un modelo ibérico federal, que ya existió (incompleto, en ausencia de Portugal) y del que la España autonómica constituye una pobre caricatura.

En el mundo global y hostil que nos circunda, nuestro esquema nos hace pequeños e ineficaces

Porque la primera condición de un Estado federal es la relativa igualdad —de derechos, de población, de recursos económicos— de los miembros federados. Sentado este requisito, los distintos Estados se asocian en beneficio mutuo, como ha sucedido en Alemania, en la India o en EEUU. Si dicha condición no se da, una de dos, o los miembros más débiles parasitan a los más fuertes o estos subyugan a aquellos. En España fueron los flujos financieros procedentes del Nuevo Mundo los que desequilibraron la balanza a favor de una sola de las partes, que tuvo que tirar del resto a su costa, hasta que, acabado el río de oro americano, la situación se invirtió de hecho, aunque no formalmente.

El debate debería abrirse ya, o que Dios nos coja confesados. Que nadie piense que en un mundo a la vez global y hostil, como el que nos circunda, podremos subsistir con el modelo vigente, el cual nos hace ser cada vez más pequeños e ineficaces, juntos o separados, poco importa. La España centralista se ha revelado un fiasco histórico, pero la ruptura pura y simple de los lazos comunes, con la que tan alegremente especulan algunos nacionalistas, dejaría a sus respectivas naciones fuera de su mercado natural, desvinculadas de los territorios de su mismo tronco lingüístico y/o cultural y además sería el embrión de futuras contiendas civiles derivadas de su bilingüismo irreductible. Se trata de un sueño imposible, el sueño de la razón que crea monstruos. En este asunto no se puede probar a ver qué pasa porque los pasos en falso acaban en el abismo. Y, sin embargo, algún paso habrá que dar o el tsunami que viene nos arrastrará a todos.

Ángel López García-Molins es catedrático de la Teoría de los Lenguajes de la Universitat de València.

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