El Decamerón negro
"Hace mucho, mucho tiempo, las mujeres vivían en un país y los hombres en otro. La ciudad de los hombres era muy, muy grande. La ciudad de las mujeres era muy, muy grande...". Son las primeras palabras de La leyenda de las Amazonas I, uno de los relatos incluídos en El Decamerón negro, de Leo Frobenius (Ediciones del Viento).
'Mujer no identificada, Benín, 1953', de Héctor Acebes, portada de 'El Decamerón negro'.
Este libro es una hermosura. Esta obra, con textos recogidos por el etnólogo y arqueólogo alemán Leo Frobenius, relata las más bellas gestas africanas de amor y caballería; las hazañas orales que contaban los bardos, una suerte de trovadores, siempre al lado de su señores, los héroes de toda tierra y lugar. Las historias contadas y escuchadas o encontradas por el viajero a lo largo y ancho de una decena de grandes travesías por el África Central, en una época, principios del siglo XX, aún dorada para las expediciones: cuando éstas eran la razón de ser de toda investigación, la vía de estudio o la excusa, quizá, para marchar hacia lugares aún misteriosos para europeos o americanos. "A Frobenius le corresponde el mérito de haber sido el primero en hacer hablar a África", decían, en metáfora, en el prólogo de esta obra en la edición de Losada de 1979 (*).
"El caballero andante sale al campo. Va armado con todas sus armas. Le sigue sus diali, bardo o cantor que conoce a fondo el Pui, la epopeya de las grandes hazañas realizadas por los antepasados. El diali lleva colgado del hombro su rabel, son el que acompaña la recitación épica. El diali ambiciona presenciar los hechos heróicos de su joven señor y añadir un cantar nuevo a los famosos cantares del Pui. En la expedición figura a veces tambien un siervo, el sufa, mozo de caballos al servicio del joven señor".
"Esto se cuenta de Simoa, el hijo de Abid (Simoa ben Abid) y se dice que es verdad. Se dice que cuando Simoa el hijo de Abid tenía dieciocho años, era más hermoso que cualquier hombre. Hasta esta edad estuvo siempre en su pueblo, no tenía experiencia y no tenía conciencia de la fuerza invencible que tenía en sus órganos genitales. Pero cuando tenía dieciocho años dijo: 'ahora peregrinaré'. Simoa ben Abid se despidió y abandonó su pueblo". (Ainichtem -lo que él ha hecho-. Cabilia)
Todos esos conceptos universales que unen a hombres y mujeres y a las familias con sus antepasados, su historia, su tierra... Todo eso se encuentra en este El Decamerón negro (inspirado en la obra homónima de Boccaccio), cuya escritura, según el académico Luis Alberto de Cuenca, "produce a quien se acerca a ella benéficos espasmos de placer". "Frobenius escuchó de labios de los bardos de los Sahel y de los de otros muchos pueblos del África Central, infinidad de historias, las anotó escrupulosamente y las volvió a contar sin quitarles un ápice del encanto inicial". Relatos de caballería y amor por un lado, y cuentos y fábulas populares por otro, que el bardo canta; que las muchachas oyen y cuentan a sus señoras. El héroe se bate en guerra, vence, se engalana, conquista todo territorio.
El resto quedó recogido en unas sesenta publicaciones. Y en esas conferencias que entonces los exploradores y científicos y viajeros empedernidos (el estadounidense Burton Holmes, se llevaba la palma) acostumbraban a dar por el mundo. Y en el caso de Frobenius, ese mundo incluyó Madrid, donde pasó por la Residencia de Estudiantes en 1924, tal como recogió la exposición Viajeros por el conocimiento en 2011. En la llamada "Cátedra de la Residencia", y al calor de esos viajes y exploraciones geográficas o arqueológicas del primer tercio de siglo, pasaron por ella, además de Frobenius, Marie Curie, Albert Einstein, Le Corbusier, Paul Valéry, Igor Stravinsky o Alexander Calder.
"Al principio los hombres no vivían sobre la tierra. Existían solamente un hombre y una mujer, y éstos vivían debajo de la tierra. Ambos eran los primeros y los únicos, y no sabían que cada uno de ellos tenía un sexo diferente". (Leyenda de las Amazonas II)
En 1920, Frobenius trasladó su archivo a Múnich (Institut für Kulturmorphologie, nombre ya bastante ilustrativo) y en 1925 acabó en Frankfurt, donde le garantizaron la financiación de su proyecto. Murió el investigador en 1938, en Biganzolo, Italia, quedando para la posteridad como uno de los grandes etnólogos y exploradores de su tiempo (participante de esos viajes alemanes cargados de intención no sólo científica y de nombre inquietante: las Deutsche Inner-Afrikanische Forschungsexpedition). Autor muy apreciado y fundamental para el primer movimiento intelectual autóctono de África que promovía la autodeterminación, la “negritud” de los años cuarenta (fue muy apreciado por el escritor y ex presidente de Senegal Léopold Sédar Senghor), algunas de sus teorías fueron discutidas y otras consideradas ensoñaciones, como su afán por demostrar que la Atlántida había existido y era concretamente Nigeria. Un teórico de la cultura y lo cultural y una personalidad políticamente ambivalente, típica de la primera mitad del siglo XX, que daba gran importancia a los valores culturales de los pueblos, al contrario de la corriente imperialista imperante entonces.
"En aquellos tiempos vivía en Wagadu una mujer extraordinariamente hermosa... se llamaba Hatuma Djaora, pues era de la familia de los Djaora. Era las más hermosa de toda la comarca. Su padre le dijo: 'No quiero que te cases con un hombre que no hayas elegido tu misma. Yo no te impondré ninguno. ¡Haz tu voluntad! Hatumata dijo: 'No me casaré con un hombre porque sea rico, porque tenga muchos caballos o ganado, pues no me gustan los hombres ricos sino sólo los astutos'. (La astuta. Hatumata Djaora. Sahel)
Recuerdan estos relatos, sí, a nuestros libros de caballería, pero también remiten a un tesoro: a esa literatura oral (Patrimonio de la Humanidad) que aún existe en África, donde la gente habla y habla y cuenta y cuenta lo extraordinario o lo cotidiano bajo las estrellas o el sol, en tantos días y noches largas y en tantas lenguas distintas que es imposible reconocerlas salvo por su música. Las historias en boca de aquellos que las transmiten con sus cantos: un ejemplo son los griots, los contadores del África Occidental, que guardan el pasado con ellos y van narrando y narrando a quien quiera oír. Y se juntan en esos festivales, llamados "de la palabra", celebrados en todo el continente. Uno de ellos, especialmente valioso, se celebra en la isla de Gorée, frente a Dakar, que es un símbolo. Allí donde llegaban los barcos negreros cargados de esclavos desde todos los rincones, cuyos lamentos -nos contaron un día sentados en lo más alto-, aún se oyen al mover el viento el agua y lamer, con desesperación, las rocas.
(*) Imágenes: edición de 'El Decameron negro' editado en Losada (Buenos Aires) en 1979. Mapa con los viajes del autor por el continente. Y página digitalizada, en la Universidad de Toronto, de la obra 'The Voice of Africa', de 1913. El original Und Afrika sprach fue publicado en Berlín 1912, con notas aclaratorias y una introducción del autor realmente interesante.
El Decamerón negro está publicado en Ediciones del Viento.
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