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Tribuna
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¿Régimen de corrupción?

Lo cierto es que nada han hecho PP y PSOE para limpiar los establos propios

Antonio Elorza

En la campaña por la secretaría general del PSOE, la exministra Cristina Narbona reprochó a la pasada dirección del partido lenidad ante el fenómeno de la corrupción, pensando en el fraude inmobiliario. La respuesta del entonces candidato Rubalcaba ante los micrófonos de la SER fue sorprendente: sí, había luchado contra la corrupción, “lo que le ganó buenas broncas”. Resultados: cero. El político confesaba así que, o bien le abroncó Zapatero por oponerse a la corrupción, o bien cayó sobre él la pléyade de corruptos socialistas. Rubalcaba añadía su juicio sobre la “burbuja inmobiliaria”: trajo algo bueno, el dinero (sic), algo malo, el paro, y además la corrupción. Rubalcaba pasa por alto que ese “dinero” arrastró al país hacia la crisis y que la corrupción, ilegal o alegal, era el producto inevitable de semejante forma de acumulación capitalista. No había visto Españistán.

La miopía de Rubalcaba enlaza con la exculpación habitual en la historiografía light sobre la España anterior a 1931: corrupción, tanto política como económica, la había también en los mejores países. Olvidan la diferencia: no es que hubiera corrupción en el sistema, sino que el sistema era la corrupción. Ninguna prueba mejor que la inexorable dependencia de los resultados en las elecciones respecto del gobierno que las organizaba, las hacía, nada menos que entre 1838 y 1931. Luego toda la luz y todos los taquígrafos que se quiera, pero entre tanto, con una agudización espectacular desde 1868 por la acción del lobby integrista cubano, al falseamiento permanente de las elecciones se unía el imperio de la corrupción económica sobre las élites del régimen: ejemplos, el contrato leonino de la Trasatlántica de Comillas concedido por el gobierno Sagasta, la airada intervención de Maura para bloquear el abastecimiento de agua del Lozoya a Madrid en defensa del privilegio exhibido por Santillana (y de “sus modestos ahorros”). Nada tiene de extraño que al modernizarse las técnicas, la corrupción culminase con Juan March organizando el viejo asunto del contrabando a escala nacional y cubriéndolo con el soborno generalizado de la clase política —en Mallorca, excluidos los liberales de Weyler—, sin olvidar al consulado británico. A diferencia de cuanto ocurriera en los principales países democráticos, donde tales personajes figuran en la crónica negra, aquí al “Rey de los Contrabandistas” (cónsul británico dixit), después de financiar el golpe del 18 de julio le está consagrada la más prestigiosa Fundación cultural del país y es rehabilitado como “creador de riqueza” por historiadores profesionales, alguno también notablemente enriquecido.

El tema del saneamiento de la democracia no parece preocupar a Rajoy, visto lo sucedido con Gürtel
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Al constituirse de aluvión los partidos democráticos después de 1975, en un tiempo de dinero fácil, la captación de fondos estatales de raíz franquista adquirió nuevas dimensiones (caso Roldán). Su consolidación, y aun su codificación, llegó en la fase expansiva de los noventa, con la descentralización determinada por el texto constitucional que en su artículo 148 asignaba a las comunidades autónomas la ordenación del territorio, el urbanismo y la vivienda, con sucesivos refrendos del Tribunal Constitucional y la luz verde de la ley del Suelo de 1998 al “enriqueceos” inmobiliario. Las formas de corrupción del pasado, con el estrecho enlace entre cargo político y fraude económico, se multiplicaron, especialmente en el interior de las Comunidades autónomas y de modo particular en su Eldorado, Mallorca. Los controles eran en ellas y en los ayuntamientos muy inferiores a los de la Intervención del Estado y las redes clientelares, fáciles de establecer, según ha explicado Javier Tajadura. A la gente además, no le parecía mal. Tonto el que no robe. La irrelevancia del factor corrupción para el voto en Valencia (Gürtel) y en Andalucía (EREs) es la mejor prueba.

La investigación de Jiménez y Carbona, publicada en Letras Libres, utilizando conversaciones interceptadas, describe un sistema de corrupción perfectamente rodado, donde los cargos electivos aceptan los sobornos y recompensan a los depredadores económicos que les contratan. Una vez puesta en marcha la muy rentable conexión inmobiliaria, solo falta ampliar el campo directamente a los servicios públicos en una espiral del fraude, del cual es buen ejemplo la tela de araña descubierta en torno a Jaime Matas. La impresión es que en este proceso de enriquecimiento y envilecimiento los partidos acaban pasando de testigos mudos a protagonistas (nuevamente Gürtel y EREs). El caso Urdangarin no tiene así nada de extraño, al servirse de una posición privilegiada que parecía garantizar la impunidad y enlazar hasta el fondo con las redes de corrupción ya establecidas. Mi amigo Alberdi habla de “régimen de corrupción”.

Lo cierto es que nada han hecho PP y PSOE para limpiar los establos propios, e incluso en el caso Nóos, la que inicialmente pareció una conducta digna del Rey, ha de ser cuestionada. Presunción de inocencia no significa cerrar los ojos a lo que tenían delante PP, PSOE o el propio monarca, como “primer magistrado de la nación”, en palabras de 1808. Pudieron y debieron erradicarlo o distanciarse rotundamente de entrada. El silencio o el pasaporte no bastan.

El tema del saneamiento de la democracia no parece preocupar a Rajoy, visto lo sucedido con Gürtel. Es de “sentido común” que todo siga, ahondando de paso más la desigualdad.

Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.

 

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