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Tribuna
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Grecia necesita una estrategia de crecimiento

Aprendamos de las eurozonas que podríamos haber tenido para arreglar la que tenemos

Timothy Garton Ash

Seamos sinceros: si esta eurozona que tenemos no existiera, nadie la inventaría ahora. Y subrayo la palabra "esta". Una eurozona más pequeña, formada por economías más compatibles, sobre todo del norte de Europa —una nordozona o neurozona—, seguramente habría podido sortear la crisis del capitalismo occidental que empezó en 2008, a pesar de los fallos de diseño de Maastricht. Otra posibilidad habría sido una eurozona del mismo tamaño que la actual pero que hubiera sido resultado, en todo caso, de la creación de una unión política, de instituciones pero también de mentalidades.

Para ello sería necesario cierto grado de empatía y, por así decir, interoperatividad entre los alemanes y los griegos, comparables con las que existen entre la gente de Nueva Inglaterra y la de Alabama en Estados Unidos y (salvo si creemos lo que dice el líder nacionalista escocés Alex Salmond) entre ingleses y escoceses en el Reino Unido. Todos ellos, pueblos muy distintos, pero que aceptan una redistribución general del dinero de los contribuyentes entre unos sitios y otros, están personalmente dispuestos a viajar entre un lugar y otro y a trabajar en ambos y tienen una política, un presupuesto, unos medios y una esfera pública comunes.

Ojalá. Ya quisiéramos. Pero, como dicen los psicólogos a los pacientes deprimidos, hay que empezar con lo que se tiene. No vale de nada dar vueltas de forma obsesiva a lo que podría haber sido. Ni las lamentaciones. Hay que empezar con lo que hay. Sacarle el mejor provecho posible. Encontrar una vía hacia algo mejor.

El problema es la contradicción entre políticas que ya son europeas y políticas que aún son nacionales

Eso es lo que los dirigentes de la eurozona aseguran que han hecho esta semana. Debemos reconocer sus esfuerzos agotadores, día y noche. Han trabajado mucho para limar asperezas. Es fácil criticar desde fuera. No obstante, hay que decir, una vez más, que todavía no han conseguido su objetivo. No se trata solo de que siguen dando patadas a una lata por la carretera. Es que ahora están dando patadas a un cóctel Molotov.

De momento, aún existe una sólida mayoría en Grecia favorable a permanecer en el euro. Pero me resulta difícil creer que los griegos puedan soportar durante meses y años el extremo sufrimiento que se les exige, con el único argumento de que "salirse del euro sería peor". Las historias personales son desgarradoras. El periodista, el maestro, el funcionario, obligado a hacer cola en el comedor de beneficencia. Los estudiantes de una "generación perdida" que se han marchado del país o están a punto de hacerlo. Un paro del 21% y en aumento. Se calcula que alrededor de 150.000 negocios han cerrado. El salario mínimo se va a reducir en más de una quinta parte. Miles de personas duermen en la calle. Sin techo de noche, manifestantes de día. El octogenario músico Mikis Theodorakis —adorado por generaciones de turistas alemanes— ha hecho un llamamiento a la "revuelta". Y el Gobierno tiene que llevar a la práctica más medidas de austeridad y liberalización a lo largo de la próxima semana para poder obtener los 130.000 millones de euros del rescate.

Sentado en su mesa habitual del bar, su Stammtisch, el lector del diario sensacionalista alemán Bild quizá murmure: "Ellos se lo han buscado". Pero se equivoca. Es cierto que una gran parte de la culpa corresponde a las irresponsables, mentirosas y corruptas políticas y prácticas empresariales que ha habido en Grecia. Pero también lo es que la dimensión del cáos en el que está envuelto el país y las dificultades para salir de él se deben asimismo a que se admitió a Grecia en una eurozona mal diseñada y demasiado grande; que el trato que dieron los mercados de bonos y los bancos (incluidos los alemanes y franceses) a esa eurozona fomentó, sin ninguna duda, esa irresponsabilidad; y que el objetivo de este rescate es, tanto como ayudar a Grecia, ayudar a esos bancos. De modo que la culpa debe repartirse.

Aunque no se esté de acuerdo, la responsabilidad de salir de esta situación, desde luego, es de todos. Por supuesto, mientras Grecia permanezca en la eurozona; pero incluso aunque salga, porque seguirá siendo miembro de la UE, y habrá una responsabilidad moral e histórica derivada de habernos metido juntos en el lío.

Me resulta difícil creer que los griegos puedan soportar durante meses y años el extremo sufrimiento que se les exige

Además está esa complicada cosa que llamamos, desde la antigua Grecia, democracia. Muchos líderes europeos, en privado, están de acuerdo con el ministro de Finanzas alemán, Wolfgang Schäuble, en que sería mejor que Grecia no tuviera elecciones previstas para el mes de abril. ¿Democracia? ¿Preguntar al pueblo? Qué idea tan atroz. Pero al pueblo griego se le va a preguntar. Y, a no ser que se le muestren perspectivas realistas de crecimiento, es posible que los partidos opuestos a las condiciones draconianas del rescate obtengan la mayoría. Entonces, nadie será capaz (aunque algunos, en secreto, quizá lo desearían) de seguir la famosa e irónica sugerencia de Bertolt Brecht: disolver al pueblo y elegir otro.

En esas fechas, a la canciller alemana, Angela Merkel, le quedará más de un año hasta sus propias elecciones generales, que, por supuesto, está decidida a ganar. La eurozona se verá dividida entre el máximo sufrimiento que los votantes griegos estén dispuestos a aceptar y el máximo precio que Merkel crea que los votantes alemanes están dispuestos a pagar. Ese dilema —llamémoslo la encrucijada de Merkel— no es más que el ejemplo más peliagudo del problema de fondo de esta eurozona: la contradicción entre políticas que ya son europeas y políticas que aún son nacionales. Se pueden tener economías próximas y similares pero políticas diferentes (lo que habría podido ser la nordozona). O se pueden tener economías diferentes dentro de una convergencia política, que incluya elecciones para designar el Gobierno de la eurozona. Esa política común permitiría que las transferencias financieras compensaran las diferencias, como en Estados Unidos, y contribuirían a lograr la convergencia económica a largo plazo. Lo que es insostenible es tener a la vez, en una zona de moneda única, economías nacionales y divergentes y políticas nacionales y divergentes.

En mi opinión, solo hay dos formas de salir de esta situación. Una es que Alemania, todos los demás Gobiernos europeos (entre ellos, el de Gran Bretaña), el BCE, las instituciones de la UE, el FMI y todos los demás actores involucrados trabajen durante las próximas semanas, como Mozart en uno de sus frenesís más inspirados, para hacer lo que cualquier economista sensato (incluidos muchos en Alemania) considera necesario: elaborar una estrategia de crecimiento a corto y medio plazo además de la consolidación fiscal y las reformas estructurales. Porque, como explica Mohammed el Erian, co-consejero delegado de la enorme compañía de inversiones en bonos Pimco, el acuerdo de esta semana "deja sin resolver el problema fundamental de Grecia. El país sigue teniendo una perspectiva de deuda excesiva y crecimiento demasiado escaso".

No solo hay que encontrar una estrategia de crecimiento, sino que es preciso que se vea que se ha encontrado, que lo vean los votantes griegos antes de las próximas elecciones. La alternativa es que, tarde o temprano, Grecia abandone la eurozona. Lo primero sería lo más deseable; es más probable que ocurra lo segundo.

Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, investigador titular en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford. Su último libro es Los hechos son subversivos: ideas y personajes para una década sin nombre.

 Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

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