Negras, aún; pero cocineras, ni hablar
"Primero vino la morfina. Luego, la heroína. Después el 'crack' y las metanfetaminas. Y lo último es '¿Quién quiere casarse con mi hijo?, el último 'reality' de Cuatro"
Primero vino la morfina. Luego, la heroína. Después el crack y las metanfetaminas. Y lo último es ¿Quién quiere casarse con mi hijo? El reality de Cuatro proporciona esas sensaciones complejas ligadas al consumo de narcóticos: gozas con él, te sientes culpable, sabes que te estás destruyendo a ti mismo, pero no puedes dejar de verlo y rezas por que llegue el siguiente lunes para suministrarte otra dosis.
En el programa, cinco solteros eligen pareja entre varias candidatas –o candidatos, que uno es “empresario y gay”– bajo la estricta vigilancia de sus madres. Nada nuevo bajo el sol de la telerrealidad… si no fuera porque el reparto es salvaje: una especie de Barbie masculino que estudia periodismo, un químico con el cerebro en forma de glande, un informático virgen a los 27, un pijo madrileño que canta zarzuela y un homosexual vasco con trastorno compulsivo por el orden, más unas progenitoras con las que mantienen una relación a todas luces enfermiza y unos ligues que parecen detritus del casting de Mujeres y hombres y viceversa.
Lo tremendo de ¿Quién quiere casarse con mi hijo? es que no es un circo de freaks, sino el brutal retrato de una decadencia moral cien por cien democrática, intergeneracional y transversal. Las señoras, sean de clase alta o baja, se muestran mezquinas, rastreras y cargadas de prejuicios, mientras los jóvenes, todos con formación superior, solo piensan en satisfacer sus egos y en vaciar sus gónadas.
Llevando el asunto a mi terreno, este horror maravilloso me ha descubierto algunas cosas. Primero, cierta tendencia a la poesía alimentaria en las jóvenes: una dijo que “las hamburguesas son fáciles, pero el solomillo hay que currárselo”, mientras otra se calificaba a sí misma de “mariscada”. Segundo, cómo el racismo más descarnado puede expresarse con dulzura: una de las madres, Pilar, soltó que los niños negros le gustaban porque eran “como conguitos”. Y tercero, que el ascenso en la escala de la consideración social por parte de los cocineros, producto del boom gastronómico español, no es más que un espejismo. Toya, madre del pijo y representante del barrio de Salamanca en el show, descartó de inmediato a una chica mulata cuando esta contó que trabajaba en un restaurante. Para despejar dudas, dejó claro que el problema era su profesión, no su color: ella tiene una amiga “que es negra, negra, negra, y lo lleva maravillosamente bien”.
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