Un juez, un voto y otras reformas
Es difícil oponerse a una reforma del Consejo del Poder Judicial con argumentos teóricos. El equilibrio constitucional no es más perfecto porque lo elija el parlamento o los jueces. Depende de cómo actúan luego sus miembros
Hay muchas razones para reformar el Consejo General del Poder Judicial. Una es, sin duda, que la forma en que se elige a sus integrantes los divide en bloques cercanos a los partidos. Pero hay otras: que el Consejo así nombrado escoge luego a los cargos judiciales con un sistema de cuotas; que funciona con la ineficiencia de los antiguos consejos del Antiguo Régimen; que busca nuevos campos y recursos con el instinto de supervivencia tan presente en las organizaciones como en los seres vivos. Y, sobre todo, que ha resultado un fracaso en su misión constitucional, que es la de ayudar a los jueces a defender su independencia en los casos difíciles por su relevancia social, política o moral e impulsar una cultura de la independencia judicial; pero en la que resulta tan inane que los deja solos ante el peligro, cuando no más desmoralizados y perplejos.
Sabemos desde Juan de Mairena que, por el lado reformador, no hay nada que no pueda ser empeorado; pero, por el conservador, que el reaccionarismo consecuente conduce a la caverna. El resultado de una reforma no depende de su necesidad, ni siempre de la intención de quien la emprende. Será para mejor si resuelve algún problema: si un sistema de elección proporcional lleva al Consejo una representación plural de los jueces, asociados o no; si los designados se aplican a cumplir con las obligaciones de su cargo, a defender la independencia judicial en los inevitables conflictos con otros poderes dignificados (ministros, consejeros autonómicos, alcaldes), eficientes (partidos, medios, lobbies) o salvajes. Será inútil si busca sólo distraer al respetable de otros problemas más importantes: el atraso del sistema jurisdiccional, la crisis económica, la decadencia de Europa... Y perjudicial si su resultado es una nueva decepción, por ejemplo porque se limite a dar a una sola asociación el poder que hoy se reparten entre dos.
Cómo se designa el CGPJ no es el principal problema de la justicia en España. En realidad, es un órgano con poderes muy limitados, porque la Constitución no le atribuye, ni tampoco a los jueces, el gobierno de un sector del Estado, sólo le encarga algunas funciones para ayudarles a esquivar influencias perniciosas mediante los nombramientos, los ascensos, la inspección y las sanciones. Y otras para no separar radicalmente a los tres poderes clásicos: opinar cuando se hacen leyes en materias que le interesan, elegir a dos magistrados del Tribunal Constitucional...
La forma de designación del CGPJ no es el principal problema de la justicia en España
Pero cada renovación del Consejo añade un motivo de descrédito, que se extiende al conjunto del sistema jurisdiccional, porque resulta evidente que se elige a los vocales por su cercanía a los encargados de lo judicial en los partidos. O por su disposición a acercarse, quizá por el cebo de una carrera que puede llevarles luego a otros puestos judiciales, institucionales o políticos: del Consejo han salido muchos magistrados del Tribunal Supremo, ministros y secretarios de Estado, una vicepresidenta, consejeros del Tribunal de Cuentas, magistrados del Tribunal Constitucional.
El Consejo plantea problemas organizativos y de (des)legitimación: cómo lograr que un órgano integrado por veinte miembros desarrolle funciones que son, al fin, ejecutivas y necesitan decisiones ágiles; cómo hacer objetivos los criterios para escoger a los presidentes de las audiencias o los tribunales superiores, o a los magistrados del Tribunal Supremo; a qué dedicar el tiempo de veinte vocales sin instrumentos efectivos para hacer lo que deberían: ayudar a los jueces atrapados en la vorágine de los casos sensacionales o polémicos y ven filtrada su instrucción y prejuzgada cada decisión.
Sus miembros, luego, no destacan por su independencia de criterio: votan casi siempre por bloques en función de quién los designó, sea al informar sobre proposiciones de ley o al designar cargos judiciales. No es una rareza de la política judicial, en todas las Administraciones públicas españolas se extiende un aconstitucional principio de confianza donde la Constitución quiso que rigieran los de mérito y la capacidad en condiciones de igualdad y objetividad. Pero tiene un coste terrible en deslegitimación y desmoralización del colectivo.
Los órganos judiciales más representativos son más integradores, facilitan acuerdos y consensos
El sistema actual ha beneficiado a dos asociaciones, la más grande y la tercera, cercanas a los partidos mayoritarios -cercanos, al menos, sus dirigentes-, porque hay quien se afilia para medrar, pero muchos lo hacen por convicción, por amistad, para tener ayuda o compañía. Las asociaciones no privilegiadas organizaron la primera huelga de jueces y han conseguido algunas mejoras en las condiciones de trabajo. Pero hubieran puesto más en evidencia los defectos de legitimidad del sistema si hubieran superado diferencias menores y se hubieran unido, convirtiéndose en la mayor.
No hay nada que no pueda ser empeorado: el Consejo, en sus modelos sucesivos bajo las leyes de 1980, 1985 y 2002 ha tenido fases peores, en las que ha servido de teatro secundario -y a menudo atrabiliario- para la lucha política general; y mejores, en las que ha trabajado con razonable consenso e impulsado reformas sensatas, como las del Consejo actual para mejorar las condiciones de trabajo y salud profesional de los jueces o para hacer más transparentes los nombramientos.
Si cambia el sistema de elección, lo decisivo será el grado de proporcionalidad: su resultado será más aceptado cuanto más precisamente refleje las preferencias de los electores. Un sistema mayoritario produce gobiernos con mayoría, pero deja fuera a muchos de los teóricamente representados. Los más representativos son más integradores, facilitan acuerdos y consensos. Si el de Alemania, con ochenta millones de habitantes, puede ser exquisitamente proporcional, puede serlo uno destinado a un cuerpo electoral de cuatro mil quinientos jueces. Incluso si cambia el modo de elegir a esos doce, quedarán otros ocho designados por el Parlamento: se trata de que concurran varias fuentes de designación, para que el Consejo no sea una cámara corporativa de los jueces, pero tampoco siga siéndolo de los partidos. Para que al ser más plural, cualquier juez encuentre entre sus miembros a alguno receptivo.
Es difícil oponerse a una reforma del Consejo con argumentos teóricos. El equilibrio constitucional no es más perfecto porque sus miembros sean elegidos solo en parte o completamente por el Parlamento. Depende de cómo actúen luego. Bajo la retórica discurren razones de interés: se opone a un cambio quien sale perdiendo, lo apoya quien gana con él. El poder, nos enseñó Max Weber, es patrocinio. Pero puede actuar con inteligencia y grandeza si se da cuenta de que con un sistema mejor ganarán el país y el crédito de quien lo impulsó; o con pequeñez, si solo atiende al beneficio de sus partidarios, su clientela o su clase. Un país serio y bien gobernado necesita jueces independientes y un sistema jurisdiccional eficaz, que resuelva los conflictos jurídicos, facilite la seguridad jurídica que necesitan personas, sociedades e instituciones y controle a los poderes públicos.
Buena parte de esto no depende del CGPJ, sino del Ministerio de Justicia, que puede impulsar reformas legales o facilitar más medios, como los gobiernos autonómicos. Pero cuesta creer que un país que en los años ochenta reformó eficazmente la Hacienda, los ejércitos y la Seguridad Social no consiga reformar la justicia, empezando por un órgano de funciones tan limitadas como el CGPJ. Algunos cambios pequeños podrían tener un efecto considerable: acertar en los vocales, para que haya algunos (o más) empeñados en su función constitucional, dispuestos a ser más objetivos y explícitos en sus decisiones; someterles, quizá, a un régimen de incompatibilidades a la salida; delimitar las funciones razonables del propio Consejo; tomarse en serio lo que dice la Constitución…
Diego Íñiguez es magistrado, doctor en Derecho con la tesis Separación de poderes y gobierno del poder judicial.
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