El irresistible amor por la desigualdad
Las candidatos republicanos que disputan unas primarias por competir por la presidencia de Estados Unidos coinciden en su radical rechazo de la reforma sanitaria emprendida por Obama.
Aman fervorosamente la desigualdad. La adoran, la necesitan, la defienden como un valor esencial. No pueden evitarlo. Lo llevan en sus genes. Para empezar, ya en aquel primer acto electoral de 2012 (los caucus de Iowa), los siete candidatos iniciales del Partido Republicano a la presidencia de los Estados Unidos nos dieron una rotunda lección al respecto. Allí señalaron sus diferencias y peculiaridades, pero sobre todo hicieron notar su más notable coincidencia: su rechazo unánime a la reforma sanitaria emprendida por el presidente Barack Obama. La más explícita fue la única mujer de aquellos siete aspirantes, fuertemente vinculada al Tea Party, la congresista Michele Bachmann, quien, al comunicar su abandono de la carrera presidencial, manifestó con rotundidad: "De todas formas, seguiremos luchando enérgicamente contra la línea socialista del presidente Obama".
Línea socialista. Horror. Tendencia hacia la igualdad. Propósito de que todos los estadounidenses tengan un derecho común: el acceso a la asistencia sanitaria. Es decir, relativa igualdad en un área fundamental. Intolerable. Poderosas voces se alzan contra tan inadmisible pretensión. "Comunista", "antiamericano","bolchevique","un peligro para la nación", así califica cada día a Barack Obama el fanático pero muy escuchado comunicador ultraderechista Glenn Beck, escritor, activista, destacado presentador del reaccionario canal Fox de televisión y una de las más potentes voces del Tea Party Movement.
Una de las más obscenas manifestaciones de esa posición política, filosófica y social radicalmente enemiga de la igualdad, nos la sigue ofreciendo el sector sanitario estadounidense, negocio de dimensiones colosales, en manos de una serie de todopoderosas sociedades aseguradoras y farmacéuticas, regidas por una elite sin escrúpulos. Tal como precisó en su día en estas páginas Timothy Garton Ash, los beneficios de las diez primeras aseguradoras estadounidenses subieron un descomunal 428% entre 2002 y 2009. Es decir, un voraz 61% de incremento anual.
¿Cómo el estado más rico del planeta puede mantener a unos 50 millones de sus ciudadanos desasistidos médicamente, a pesar de los esfuerzos históricos de muy destacados estadistas demócratas —Roosevelt, Kennedy y Clinton, entre otros—, siempre fracasados frente a las fuerzas del ciclópeo bunker defensor de los más privilegiados, en detrimento de los más desprotegidos? Obama llegó haciendo suya aquella línea reformista, con renovado empuje. Su proyecto, anunciado en 2009, de un seguro público que cubriera los grandes huecos no alcanzados por las aseguradoras privadas, fue calificado por los eximios patriotas del partido republicano como una “medida socialista”, o como un indeseable "intervencionismo bolchevique" —una vez más— de tendencia vergonzosamente igualitaria, que a toda costa urgía liquidar.
Los beneficios de las diez primeras aseguradoras estadounidenses subieron un descomunal 428% entre 2002 y 2009
La explicación de este penoso fenómeno es de una brutal evidencia. Esas firmas aseguradoras mantienen sus espléndidas ganancias sobre la base de cuotas muy elevadas, pagadas para muchos millones de norteamericanos por las propias empresas en las que trabajan. Con el dios Mercado hemos topado. Su descarada postura queda muy clara: lo nuestro —alegan— es la absoluta libertad de mercado sin ningún tipo de nociva interferencia estatal. Lo nuestro es el bienestar, el bienestar individual, el mío y el de los míos, el de mi grupo social. Ese seguro de enfermedad gestionado por el Estado, para que alcance a todos los estadounidenses, tal como propone Obama, es una idea subversiva de concepción socialista. Si ese seguro llegara a afianzarse, con su nefasta pretensión igualitaria, el Estado se convertiría en competidor ventajoso de nuestras aseguradoras privadas, y éstas tendrían que bajar fuertemente sus primas. "Esto rebajaría drásticamente nuestras ganancias", piensan las grandes aseguradoras. Y numerosos ciudadanos ya confortablemente asegurados piensan a su vez: "Esta pretensión de dar asistencia médica a todo el mundo deterioraría irremediablemente la calidad de los servicios y prestaciones de los que ya gozamos. Intolerable perjuicio para nosotros y nuestras familias. Si para estar nosotros bien atendidos tiene que haber 40 ó 50 millones de desgraciados hundidos en la miseria sanitaria y asistencial, que sigan en la miseria", se dicen los aguerridos tea-partidarios. "Todo menos alterar nuestra firme jerarquía de valores, la de los buenos patriotas americanos".
Ante todo, la patria: la gran patria privada, intrínsecamente desigual, agudamente insolidaria, visceralmente enemiga de toda intervención pública en el mercado. Que nadie nos toque nuestro suculento balance empresarial, que nadie nos prive de nuestros bonus astronómicos, que nadie pretenda aminorar los pingües beneficios que nos reporta un sistema de asistencia privada ventajosamente controlado por nuestros poderosos lobbies y corporaciones, cuya meta intrínsecamente desigual, agudamente insolidaria, —todos lo sabemos— no es precisamente la igualdad.
La realidad es cruda, pero demasiado evidente: un profundo sustrato social, un amplio sector de la sociedad estadounidense —y no sólo el negociante millonario— se nutre precisamente de la desigualdad, necesita y exige grandes dosis de ella, es adicto a ella, se aferra a ella y la defiende con uñas y dientes como uno de los pilares más propios de aquella sociedad. De una sociedad endurecida e insolidaria que asume simultáneamente la admiración por los triunfadores y el profundo desprecio a los perdedores, cuya desgracia y desvalimiento considera como fruto de un proceso selectivo justo y natural.
Su firme profesión de fe, desvergonzadamente adicta a los brutales excesos del capitalismo más desaforado, puede resumirse así: seamos buenos ciudadanos americanos. Atengámonos a nuestras características, a nuestras tradiciones, a nuestra jerarquía de valores. Dejémonos de ideas ajenas, subversivas, izquierdistas, comunistas en el fondo. Que todo el mundo se entere: ésta no es una economía socialista. Lo nuestro es el capitalismo salvaje, desregulado y ultraliberal. Es así como nos va bien. El que quiera otra cosa que se vaya a Corea del Norte.
Ante todo, la patria: la gran patria privada, intrínsecamente desigual, agudamente insolidaria
El pretendidamente moderado y también candidato republicano Mitt Romney ha proferido esta joya dialéctica: "Este presidente quiere convertir Estados Unidos en una sociedad de servicios públicos obligatorios al estilo europeo" (terrible acusación, santo Dios). Y, a continuación, precisa su brillante hallazgo: "Mientras Obama se inspira en las capitales de Europa, nosotros miramos a las pequeñas ciudades de América".Toda una definición de lo deseable y lo indeseable. Qué feo y qué poco americano, disponer de servicios médicos "al estilo europeo" en las grandes ciudades, con todos sus enfermos —qué vergüenza— atendidos de forma indiscriminada, sin el debido respeto a las categorías establecidas. No es eso lo que él quiere para su país. En cambio, qué panorama más estimulante le resulta el de las pequeñas ciudades de su tierra, con su inevitable porcentaje de enfermos tirados y abandonados, rechazados por un sistema médico incapaz de atenderles, pues el hacerlo sería una medida demasiado igualitaria, demasiado izquierdista, demasiado antiamericana.
Aunque la ley de reforma conseguida trabajosamente por Obama (su máximo logro legislativo) no entra en vigor plenamente hasta 2014, las autoridades demócratas gobernantes han iniciado gradualmente su aplicación. Según informó Dan Pfeiffer, director de comunicaciones de la Casa Blanca, gracias a la reforma "un millón más de jóvenes tienen ya seguro de salud, y las mujeres están teniendo acceso a mamografías y servicios preventivos sin pagar ni un centavo más de su bolsillo".
Pero los enemigos de estos logros no cejan en su propósito de poner fin a estos excesos asistenciales, tan abusivamente socializantes. Más de 30 tribunales han recibido demandas contra la reforma, tachándola de anticonstitucional. Algunas de tales demandas han sido rechazadas, pero otras han sido admitidas. Recientemente, el gobierno de Obama recurrió una de estas resoluciones adversas a la reforma ante la Corte de Apelaciones de Washington, la cual refrendó su carácter constitucional.
Dada la diversidad de resoluciones dictadas, el tema —peliagudo por su inmensa repercusión social— ha pasado al Tribunal Supremo. El cual ha admitido a trámite las querellas presentadas contra la reforma sanitaria, anunciando que será en el próximo marzo cuando iniciará el debate oral. Esto desplaza el choque, situándolo ya en plena campaña electoral para los comicios presidenciales del presente año.
A partir de marzo, los vetustos magistrados vitalicios de la muy peculiar institución tendrán ocasión de escuchar, por un lado, los argumentos progresistas del Gobierno Federal, y por otro, las alegaciones adversas de una serie de gigantes empresariales y de los 26 Estados gobernados por los republicanos. ¿Logrará finalmente Obama lo que ya intentaron antes que él otros siete presidentes, empeñados en establecer la asistencia médica para todos sus conciudadanos, sin conseguirlo nunca a lo largo de la historia de su país?
Prudencio García es investigador de la Fundación Acción Pro Derechos Humanos y Fellow del IUS de Chicago. Profesor del Instituto Gutiérrez Mellado de la UNED
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