Me rindo
Mi cuerpo no me responde, no me obedece, ¡no lo reconozco! Y no nos engañemos, me encanta estar embarazada, creo que si no fuera por la edad me convertiría en una yonki de la gestación -pero este es el último, el tic tic del reloj biológico no da para más, lástima-. Y aún así, ¿por qué? ¿POR QUÉ de repente me ataca una anemia galopante que hace que el más pequeño esfuerzo sea como andar en la luna? ¿POR QUÉ ese extraño y valiosísimo órgano que se llama placenta ha decidido regalarme -sin que nadie se lo pida- una diabetes gestacional que hace que me tenga que pinchar los dedos cuatro veces al día para controlar mis niveles de azúcar? O lo que es peor, puede que ni siquiera esté sufriendo de GD (siglas en inglés de la diabetes gestacional) pero fallé la prueba de la glucosa (¡¿quién es capaz de beber tres cuartos de litro de glucosa cada hora durante cuatro horas en ayunas?¡, yo vomité a la hora y cuarto...)
Me rindo. Mi cuarto de baño tiene sus rincones más inaccesibles abarrotados con: una (o varias) capucha de cepillo de dientes; horquillas: una tapa de desodorante; una cucharilla de un te que tomaba mientras me sacaba un día el pelo; y alguna otra cosa que se ha ido cayendo y que mi barrigota no me permite ni llegar hasta ella ni ver qué hay... TODO SE ME CAE. TODO. Es como si hubiera perdido la capacidad de sujetar las cosas y siempre, además, son las cosas más redondas, las que más ruedan y van a esconderse lo más lejos posible para hacer mi vida un infierno. No es broma. Un día: pase, tiene gracias, ¡ay, qué torpe estoy!; dos días: irrita; ¿varias semanas?: me rindo. Ya recogeré cuando vuelva a ser yo...
Desde el parking en el que dejo el coche hasta el edificio en el que está la oficina de EL PAIS en Washington no habrá más de 300 metros. Yo tardo en hacerlos más de 15 minutos. ¿Mi pesadilla? El semáforo que marca que tengo 26 segundos para cruzar la calle F con la 14. Casi imposible. Los últimos metros los hago con un trote desigual que hace que la gente acabe por mirarme. Ahí va la peonza. ¿Llegará rodando o logrará mantener el equilibrio? Yo misma lo dudo cada mañana. Cuando salgo a comer y advierto: "yo voy despacio", los compañeros no son conscientes de lo despacio que encierra ese despacio: osea, muy despacio, casi pueden hacer la digestión en nuestro camino de vuelta al despacho.
Estas últimas semanas de embarazo son agridulces. Por un lado no puedo más -de verdad-, estoy agotada, superada, exhausta, quiero recuperar mi cuerpo; que la hormona -también llamada metal por una broma interna de la oficina- deje de torturarme e igual ría como una posesa que llore como una niña; quiero poder coger a mi hijo en brazos; dormir seguido sin tener que ir al baño cada 45 minutos o necesitar un esfuerzo titánico para reincorporarme en la cama; ¡poder darme crema en las piernas!; mantener una conversación sin quedarme sin aire; poder viajar a Guantánamo; que 'nadie' me patee más las costillas: Ana, hija, I Do Love You, pero YA. Deja tus reivindicaciones para cuando estés fuera.
Por otro... por otro lado se que echaré de menos esta divina barriga; la emoción de imaginar cómo será su cara; cómo será ella; el que el pequeño Nicolás me bese la tripota y la acaricie con sus manitas... Se que voy a echar de menos estar embarazada. Llamarme loca si queréis.
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