Verano y agua
De pequeña pasaba el verano en el grao, el barrio portuario de una ciudad de provincias del Mediterráneo. Los veraneantes contemplábamos con admiración, y también con temor, cómo los niños del barrio saltaban al río desde el puente. A veces lo hacían por el lado del propio río –donde daban las fachadas de muchas de sus casas en las que sus padres amarraban sus barcas- y a veces, los más osados, saltaban por el lado del puerto, por donde en cualquier momento podía aparecer una de esas barcas de pescadores.
Por supuesto que sobre el puente, y también junto al agua, había carteles de prohibido saltar y hasta de prohibido bañarse (no siempre fue así: mi madre se quedó sorda de un oído de tanto bucear para pasar de un lado al otro de los cascos de los grandes barcos mercantes), pero también es cierto que los niños del grao hacían algo más que saltarse las normas y marcar su territorio. Demostraban que la osadía no sólo sirve para fanfarronear sino también para perder el miedo. Eran igual de despiertos atrapando cangrejos entre las rocas que atravesando el puerto a nado. Nosotros, que íbamos a tratar de atrapar cangrejos arrastrando un cargamento de sardinas como cebo y pertrechados tras un equipo que recordaba más al de un ornitólogo que al de un pescador, los admirábamos. Sobre todo, cuando veíamos con qué destreza eran capaces de coger los cangrejos con la mano y sin guante. También al comprobar con qué, desprendimiento, más que generosidad, nos los regalaban: estaban hartos del arroz con cangrejo.
Los últimos años que fui por allí, recuerdo que había también chicas saltando desde el puente. La mayoría iba para ver saltar a los chicos. Y para sufrir por ellos, por si les pasaba algo o por si alguien los pillaba. Pero muchas niñas se habían atrevido a saltar una vez y luego habían perdido el miedo. Así es que el gentío crecía. Un día el ayuntamiento hizo reformas. Cambió la barandilla del puente, que dejó de ser amarilla como la de las postales, para pasar a ser de madera. Uno podía ahora apoyarse para contemplar el espectáculo. Pero hicieron más. Plantaron un par de árboles y pusieron tres bancos junto al puente. Ahora, hasta los jubilados del grao podían sentarse allí a admirar, o temer, las andanzas de sus nietos.
El puerto de mi infancia, como la piscina del pueblo, el río o la alberca en un barrio, era, y son, en realidad, una espléndida escuela de verano. Siendo lugares de agua son también espacios abiertos, transitados por gente de muchos lugares y también por personajes de paso. Esas personas más o menos conocidas cumplen a diario, sin darse cuenta, el papel de un estereotipo: el que riñe, el que aplaude, la que reta, el que amenaza con llamar a los padres, la que asegura que telefoneará a la policía, el que presume, la que admira, la que aprende y los que nos pasamos todo el invierno esperando a que lleguen días de verano como esos en los que poder llegarse hasta el puente para ver quién se tira hoy, cómo lo hace y averiguar si le pillarán y le reñirán o, también, quién pescará, si acaso, algo más que un resfriado.
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