Violaciones como arma de guerra

Unas mujeres caminan sobre los escombros de la residencia de Gadafi en Bengasi, Libia. Abajo: Manifestación de mujeres en la plaza de los Juzgados. / MIGUEL ÁNGEL SÁNCHEZ
La primera víctima de la guerra es la inocencia. Este eslogan de Platoon, de Oliver Stone, parece una máxima que tendremos que aplicar mientras sobre el mundo se sigan produciendo conflictos armados. Uno pisa un país donde se está vertiendo sangre y la tierra le devuelve un hedor dulce que embota los sentidos y los confunde. Buenos, malos; víctimas, verdugos… Después la niebla se disipa y con ella se va precisamente eso: la inocencia. Sobre el suelo quedan cuerpos sin nombre ni afiliación que yacen inermes pero que antes fueron hombres que se defendieron de hombres; hombres que capturaron a hombres; hombres que mataron a hombres; hombres que ejecutaron a hombres. Las morgues de los países en guerra están llenas de ellos. Pero también de niños y de mujeres, aunque no se les vea. Al menos no en primera línea. Ellas cubren la retaguardia, pero casi siempre son las que reciben la ira de los contrarios, las que pagan con sus cuerpos el precio por los muertos del Otro. Lo hemos visto antes en Europa, América Latina, África… no importa el continente, forzar a la mujer del enemigo es uno de las mayores afrentas que se le puede infligir. Si no puedes vencerle, humíllale.
Aún nos queda mucho por ver y saber de la guerra que desde el 17 de febrero asola Libia. El anestésico que inoculan los medios contra el dolor ajeno, no nos ha dejado ver mucha sangre ni muertos esta vez, pero ya entonces la había. Cuando entré en el país 5 días después de iniciarse el conflicto, atravesando la frontera egipcia que controlan los rebeldes, aquel aroma dulzón lo confundía todo. Se hablaba de mercenarios de países centroafricanos pagados por Gadafi. Muchos de ellos niños. Nada demasiado original ni que no hubiera sido practicado a lo largo y ancho del mundo en otros conflictos. Algunos aseguraban que habían ido casa por casa asesinando. Un hombre me habló de una niña de tres años en Shahat a la que le habían volado la cabeza. Tenía una foto en su móvil. Aún puedo verla al cerrar los ojos. También me contó que a la madre la violaron los murtashika, asesinos a sueldo. No hubo manera de contactar con ninguna mujer. Pero no paré hasta encontrar y entrevistar a algunos de ellos, que no reconocieron violaciones. Tal vez porque a la mayoría de los adultos los habían ejecutado ya los rebeldes y los que quedaban eran adolescentes de mirada sorprendida y ausente.
Igual que aquella foto de la pequeña a la que le faltaba media cabeza, otras imágenes y vídeos de la verdadera guerra, la de los muertos y la sangre, circulan por Libia de teléfono en teléfono. La mayoría cortarían la digestión de muchos si aparecieran en el informativo del mediodía. Harding consiguió corroborar que entre ellos hay al menos uno de esas violaciones que prueba que se produjeron.
Podrían ser hechos aislados, actos de vileza cometidos por exaltados que aprovechan la confusión para subir un peldaño en la escalera del sadismo de la guerra. Lamentablemente no es así. La acusación de violación no es nueva. Fue planteada en abril en el Consejo de Seguridad de la ONU por la embajadora de Estados Unidos en el organismo, Susan Rice, quien dijo que las tropas de Gadafi utilizaban cada vez más la violencia sexual contra los opositores.
Ahora el Tribunal Internacional de la Haya está investigando un supuesto uso sistemático de la violación como una arma más en la guerra de Libia. En esto Gadafi tampoco es muy original. Naciones Unidas alertaba de la necesidad de abordar la cuestión en 2010, cuando se cumplían 10 años de la resolución 1325 del Consejo de Seguridad. En este documento se condena expresamente la violencia contra mujeres y niñas en los conflictos armados. El organismo había reunido en aquel momento evidencias de violaciones masivas (más de 15.000 en 2009), en una región oriental de la República Democrática del Congo, perpetradas tanto por la guerrilla como por tropas gubernamentales.
No hay ningún elemento que pueda añadir más dolor a una violada que a otra, pero sí el componente cultural puede suponer una mayor afrenta pública para la víctima. En el mundo musulmán la culpa y la vergüenza por una violación atañen a toda la familia. Y se considera una deshonra para todos, el simple hecho sólo de mencionarlo. Hará unos siete años, entrevisté a una mujer saharaui que había sido violada. Aichetu Ramdán, la mujer de un activista, sufría las consecuencias de la actividad de su esposo.“El 25 dejunio de 2003 me violaron cinco agentes marroquíes de la Dirección General de Vigilancia del Territorio. Uno tras otro. Delante de mi hija. Me golpearon, me arrojaron contra la pared y al terminar me orinaron encima. Después me tiraron en un descampado”. Entonces, me explicaba que aunque las violaciones son habituales pocas veces se denuncian por la vergüenza y la estigmatización que suponen tanto para la mujer como para la familia.
Hace algún tiempo Ana Carbajosa escribía un desgarrador testimonio de lo sucedido con las mujeres musulmanas que fueron víctimas de violaciones durante la guerra de los Balcanes. “Más de 20.000 bosnias musulmanas fueron sistemáticamente violadas por las fuerzas serbias en la campaña de limpieza étnica orquestada por Milosevic. Algunas dicen que les cuesta demasiado vivir, y que si no se matan es por sus hijos, muchos de ellos fruto de las violaciones que rompieron sus vidas”. La vergüenza y el aislamiento son siempre para ellas. Hay mujeres violadas en Pakistán o Somalia que han sido acusadas de adulterio. En el caso de Libia, al parecer, ya hay rebeldes dispuestos a desposar a las mancilladas para salvar su honor. Pero, ¿qué clase de futuro les espera a esas mujeres y a los hijos que con toda probabilidad algunas de ellas concebirán fruto de las violaciones?
La Corte Penal Internacional dice “tener pruebas” y “estar investigando” la existencia de una “política oficial proviolaciones” en Libia. Sin embargo la historia nos demuestra que rara vez se consigue condenar a alguien por esos desmanes. Tras descubrir los campos de violación donde las mujeres eran esclavizadas en los territorios de la extinta Yugoslavia y después de conocer el genocidio de Ruanda, donde otro medio millón de mujeres sufrieron violaciones sistemáticas, los líderes mundiales lo reconocieron como un problema internacional. En 2001, por primera vez, una corte internacional condenó a tres serbobosnios por crímenes contra la humanidad, por haber utilizado la esclavitud y la violación sexual durante el conflicto en Bosnia. Sin embargo, las violaciones masivas han seguido produciéndose en recientes conflictos como los de Bangladesh, Burma, Colombia, Liberia, Sierra Leona, Somalia y ahora también en Libia.
Violaciones en masa en cualquiera de esos países o pruebas de virginidad (un eufemismo para encubrir otra forma de agresión sexual), a mujeres detenidas por el Ejército en Egipto, lo cierto es que la comunidad internacional tiene que presionar y perseguir a los culpables, no sólo para que no vuelva a suceder, sino para que los responsables, a las más altas instancias, respondan por ello cuanto antes ante los tribunales. Y para que al menos el próximo sádico se lo tenga que pensar dos veces.
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