En Tucson, echándole de menos a morir
Los que me conocen saben de mi 'inmortalidad'. Quiero decir: saben de mi total falta de miedo ante la muerte por una razón básica: no lo considero una posibilidad, 'eso' no me va a pasar a mí. Un día supe que mi marido se enamoró de mí el día en que me oyó decir que yo no me moriría nunca. Ya sabéis, en una de esas conversaciones demenciales en las que la gente empieza a preguntar si prefieres que te entierren o te incineren. "No se, yo no me voy a morir", dije. Desde ya advierto: estas líneas son íntimas y resultarán sin duda para algunos cargadas de cursilería. No lo siento.
Múltiples han sido las ocasiones en mi vida en las que sentada a bordo de un avión -volando hacia unas vacaciones o enviada por el periódico al último conflicto que había estallado en el mundo, entrando en un territorio cuando la gente lo abandonaba, ¡qué loca y maravillosa profesión tenemos!- miraba por la ventanilla y pensaba: "he tenido una buena vida, me he divertido, he tomado mis propias decisiones, he querido y he sido querida. Si este bicho se cae ahora, que me quiten lo 'bailao' -¡que también había sido mucho!-
Todo eso ha cambiado. Mi 'inmortalidad' murió el mismo día en que expulsé la placenta, órgano efímero -y el más bello, según la enfermera que atendió mi parto, en fin, hay gente para todo- con el que también desapareció parte del sentido común que solía regir mi vida. Resulta que de repente estuve tentada de hacer caso a una amiga y consultar la página web de los abusadores sexuales de niños de mi barrio cuando hacía sólo un año había montado en cólera al saber de la existencia de tal registro por considerarlo un atentado contra los derechos civiles de cualquier ser humano que ya ha cumplido la condena impuesta por la sociedad.
Superé el momento 'register sex offenders'. Supero cada día angustias que no sabía que existían antes del nacimiento de mi hijo hace dos años y medio. Loque parece que se ha instalado en mi vida y parece que de forma permanente es algo que debe de ser miedo. Me he vuelto miedosa y además ya no quiero morirme. Antes pocas cosas me asustaban. Me atrevía con casi todo. Ahora creo que sería incapaz de viajar a Sudán -Darfur- como lo hice en el año 2004 y ver en dos días cómo morían siete niños menores de tres años. Estoy locamente enamorada de mi 'enano' y sufro de un egoismo necesitado de diván por el que no quiero separarme jamás de él. Ya lo dije: bye bye, common sense.
El domingo pasado volaba desde Washington rumbo a Tucson para cubrir una de esas tragedias que llevan el inconfundible sello que en ocasiones imprimen las armas de fuego en Estados Unidos. Sobrevolaba las montañas Rocosas cuando la sola idea de pensar en morirme y dejar solo a mi hijo me paralizó de terror. Necesité comerme varios chocolates, de forma compulsiva, para recomponerme. Un nudo se me instaló en el estómago y no se iba. Se me saltaron las lágrimas.
Cuando leáis esto ya será viernes, el día en que yo escribo en este blog. Pero yo ahora me encuentro en Tucson, en el funeral de una niña de nueve años que fue abatida por las balas de un loco armado con una pistola semiautomática capaz de disparar 30 balas en segundos. Me permitís el desahogo. Llevo una semana imbuida en otra masacre norteamericana y echo de menos a morir a mi pequeño Nicolás. Viajartiene ahora siempre un sabor agridulce. Pero agradezco este espacio para poder 'soltar' lo que por profesionalidad no contamos en el diario de papel de cada día. Gracias a todos.
PD: mañana tengo que encontrar un hueco para comprar a Nicolás un chupachús. Es con lo que siempre prometo volver a casa. Aunque después del que le trajeron los Reyes Magos en España... a ver quién regresa ahora a Washington con un 'chapús' -así los llama mi hijo- tamaño normal...
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