Comer en casa fuera de casa
Tras la resaca de los restaurantes fusión, con ambiente pretencioso o cosmopolita y camareros demasiado estirados o excesivamente colegas, se impone el regreso de la casa de comidas con mundo, es decir, falsamente casera. En algunos de los nuevos restaurantes el ambiente quiere ser relajado, doméstico pero no cercano, cómodo pero puesto, como de casa que recibe invitados capaces de sentirse como en casa. La comida ha cambiado poco. Ni se ha regresado a los platos de cuchara ni se han descuidado las composiciones que nos hemos acostumbrado a ver sobre la mesa. El cambio está en el contenedor. Y obedece no tanto a la idea de volver a comer en casa como a la de recuperar la comodidad y la confianza de ese “comer en casa”. Sobre el plato, el juego está en la tranquilidad de disfrutar reconociendo ingredientes y evitando sorpresas innecesarias ni osadías indigestas. Así, se le pide más verdad al guiso pero, paradójicamente, la que se da en el espacio es sólo una verdad aparente. El marco para semejante equilibrio entre tipologías, domicilios y juegos de verdad es un local artificialmente envejecido, un restaurante que nace gastado con el objetivo de transmitir confort, una casa que no es nuestra pero invita a la apropiación. La idea es que nos sintamos, durante unas horas, dueños de una casa estupenda.El Mordisco, el nuevo restaurante que la interiorista Sandra Tarruella ha ideado para el grupo Tragaluz, junto al paseo de Gracia barcelonés y frente al antiguo Mordisco abierto hace dos décadas, sale a flote nadando en ese mar de contradicciones. Es nuevo, pero tiene un nombre usado. Se acaba de inaugurar, pero sus sofás están tapizados con terciopelo envejecido y la madera de zócalos y paredes también ha sido estudiadamente avejentada. ¿Vivimos un nuevo simulacro gastronómico?
Esa podría ser la teoría. La razón es menos rebuscada. Como si el uso ennobleciera, es el confort de lo ya usado lo que invita a quedarse. El local combina las instalaciones de un antiguo colmado (nuevo, pero que funciona como los antiguos: con la mercancía expuesta en cajas de madera y el corte del embutido realizado ante el cliente –nada de plásticos o porexpán-) con la decoración de una casa (con libros, chimenea o flexos para la lectura). Todo en una antigua vivienda del Ensanche barcelonés de la que se han mantenido las particiones originales. La sensación es un poco como estar limpio y planchado sin necesidad de maquillaje ni almidón. Sólo que, de nuevo, y paradójicamente, la naturalidad que se respira está estudiada, buscada y forzada –con el tratamiento de los materiales y la distribución de los espacios-.
Comer en casa, pero sin zapatillas, recibir en el restaurante como en casa y un espacio público que se vive como uno privado tejen hoy una apuesta sutil cargada de futuro ahora que los restaurantes y los bares van a tener que bajarse los humos.
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