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Gobierno de los jueces y algo más

Una de las vías para mejorar el funcionamiento de los órganos de un Estado democrático es, a mi juicio, la de ofrecer a la común opinión un análisis del método que aquéllos siguen para la adopción de sus decisiones. Porque la transparencia y el escrutinio público deben proyectarse tanto sobre lo que se decide como sobre las pautas que preceden a lo finalmente acordado.

En el caso del Consejo General del Poder Judicial, un lugar de encuentro por el que discurren los afanes de muchos, no creo exagerar si afirmo que es una institución necesitada de reconocimiento por parte de sus gobernados, los miembros de la carrera judicial, al igual que por los ciudadanos, que no tienen de él un conocimiento preciso. Esta carencia de afecto podría deberse, a mi juicio, a que su modo de ejercer las competencias atribuidas no responde a lo que la Constitución pretendió conseguir al introducir ex novo este órgano. Un órgano en el que se depositó la esperanza de que llegaría a ser una garantía instrumental de independencia y objetividad, sobre todo en la política de nombramientos judiciales, frente a la discrecionalidad anterior en que era determinante, al menos formalmente, la decisión del Ministerio de Justicia.

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La Ley Orgánica de 1985 vino a desarrollar el estatuto y las funciones de la nueva institución, pero no configuró con suficiente rigor un modus operandi que garantizase la efectividad de los principios que alentaron su creación. Tampoco añadió mucho más el Reglamento de Organización y Funcionamiento de 1986. Sin embargo, de esta norma merece destacarse la relevancia institucional de los órganos técnicos del Consejo en el despacho y tramitación de los asuntos; su intervención es garantía de objetividad de las decisiones de los órganos competentes.

En ese marco de novedad e insuficiente previsión, nos encontramos con un órgano de relevancia constitucional cuya precariedad no se debe hoy tanto al origen parlamentario de la designación de sus miembros como a la mímesis parlamentaria, inapropiada y espuria, que configura apócrifamente su funcionamiento. Así, este régimen de facto acaba derivando, sin ninguna cobertura legal, en la constitución de grupos en los que se pretende articular una posición colectiva, mayoritaria o minoritaria, con el objetivo de prefigurar los acuerdos antes de ser formalmente adoptados. Con ello se acaba condicionando la voluntad de los miembros o vocales, sujetándoles a una disciplina ajena a la responsabilidad individual asumida. Como consecuencia, de la función propia del órgano, que es gobernar el Poder Judicial, se acaba desembocando en la impropia de gobernar a los propios miembros del Consejo.

Frente a esta desviación, urge desvelar y superar este modelo, funcionalmente agotado y mantenido por la inercia de los intereses beneficiarios. El Consejo necesita, con urgencia, reformar su Reglamento de Organización y Funcionamiento, para recuperar un consenso activo, racionalizador de sus decisiones y, por ello, vertebrador de un gobierno judicial en el que se integren armónicamente todos los órganos que participan de esa función, como son también las distintas salas de gobierno y los jueces decanos. Todo ello asentado en la buena fe, el respeto mutuo de sus miembros y la cercanía a la carrera judicial, que no debe confundirse con la intermediación asociativa.

Debe denunciarse también el que a los vocales díscolos, que apuestan por ser fieles a su conciencia y rechazan cualquier encuadramiento, se les suele tachar de traidores (¿a quién?) o, con la más zafia ignorancia institucional, de tránsfugas; condición ésta que sólo es predicable de quien ha obtenido, en una lista electoral partidaria, un mandato que comporta la asunción de una representación política, algo que no se corresponde con la naturaleza del Consejo General del Poder Judicial.

Frente a esa pretendida sumisión, que desvirtúa y debilita, es hora de corresponder a la independencia del Poder Judicial con el fortalecimiento de la autonomía real de su máximo órgano de gobierno. Porque la justicia española, garantía máxima de un Estado socialmente reconocible, merece algo más.

*Claro J. Fernández-Carnicero González es vocal del Consejo General del Poder Judicial.

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