Babis, meriendas y otras diferencias
Pablo e Inés tienen tres años, son vecinos y amigos y se levantan cada mañana para ir a su “cole de mayores”, que acaban de estrenar. Al levantarse, la madre de Pablo lo viste con un chándal de color oscuro que le han comprado especialmente para ir a clase. Para que el chándal vuelva a casa más o menos del mismo color, la madre de Pablo le pone encima un babi, heredado de su etapa en la guardería y remozado para que no sea demasiado largo y no le estorbe en sus actividades. Con el babi, los padres de Pablo están haciendo caso omiso de las recomendaciones de su centro, que desaconseja su uso por la incomodidad que supone para un niño de su edad tener que quitárselo para ir al baño o simplemente por la posibilidad de que le moleste. Inés también lleva un babi, con un parche de una ballena que la identifica como miembro de la clase ballena. En el caso de Inés, el babi es obligatorio porque su centro así lo ha establecido. Ambos llevan zapatos o zapatillas con cierres de velcro, recomendado por sus colegios ya que permite sacarse el calzado más fácil y rápidamente en caso de necesidad.
Cuando salen de casa, ambos llevan una bolsita – a ninguno de los dos les permiten asistir a clase con mochila- con un tentempié que se comerán a media mañana. Hoy es martes, así que ambos llevan algo de fruta. En el caso de Pablo, es porque sus padres así lo han decidido –ayer tomó un poco de pan con queso y mañana comerá un pequeño bocadillo de jamón york-. Podría comer todos los días lo mismo, incluso dulces, aunque en ese caso la profesora llamaría la atención a los padres para que variasen el menú. Inés, sin embargo, lleva fruta porque es lo que toca los martes, según la tabla que el colegio ha diseñado y ha entregado a sus padres. Mañana toca lácteo, el jueves, embutido, y el viernes, como el lunes, podrá llevar lo que quiera.
Como son pequeños, tres años, existe la posibilidad de que se hagan sus necesidades encima. Si Inés tiene ese problemilla, en su colegio disponen de personal para resolverlo. Una cuidadora cogerá la muda que cada alumno guarda en su aula, en un huequecito o perchita con su nombre, y la cambiará, avisando a sus padres para que repongan la muda. En el caso de que Pablo tuviera un escape, la situación sería un poco más complicada. El colegio, que no da a los padres la posibilidad de dejar en el centro ropa de cambio, los llamaría, por lo que estos tendrían que interrumpir su trabajo, no demasiado cercano al colegio -en realidad ni siquiera en el mismo municipio-, y atender al mojado. La Asociación de Padres y Madres intenta cada año –sin éxito, me cuentan- organizar un equipo de voluntarios para estos menesteres, haciendo hueco en su local para que los padres depositen allí ropa de cambio. En caso de fallo en el control de esfínteres, una llamada a uno de esos voluntarios y asunto arreglado. Pero, como he dicho, nunca se ha llegado a poner en marcha –los padres, en su mayoría, trabajan, y los que no lo hacen no parecen estar demasiado dispuestos. Por tanto, en la práctica, si Pablo tuviese una fuga, permanecería mojado hasta que uno de sus padres hiciera acto de presencia.
Cuando terminan las clases, sobre la una de la tarde, Pablo e Inés van a comer al comedor. Después, las cuidadoras llevan a Inés a dormir la siesta, hasta las 15.00, cuando comienza la jornada de tarde, a la que no es obligatorio asistir porque no lleva carga lectiva. Los niños, por tanto, permanecen con su profesora –jugando, dibujando,…- hasta que sus padres los recogen a las 16.20. Una vez que Pablo termina de comer, tiene tiempo libre hasta las 15.00, que aprovecha para jugar con sus compañeros y aprovisionarse bien de arena que luego dejará por toda la casa. A las 15.00, vuelve a clase para su “hora de relajación”, que se traduce en una siesta a la que los padres contribuyeron a principios de curse con una manta y un cojín con forma de reno que se quedan en la clase.
Estas son algunas de las diferencias con que los padres de niños pequeños se encuentran cuando envían a sus hijos a su primer colegio. Dado que en Madrid, desde donde escribo, conviven tres modelos de escolarización –privada, concertada y pública-, podría pensarse que Inés y Pablo asisten a colegios con diferentes modelos, pero no es así, ambos están matriculados en centros públicos que, además, distan apenas dos kilómetros. La razón la resume Alejandro Baena, de la consejería de Educación de la Comunidad de Madrid: “El consejo escolar de cada centro [en el que se reúnen representantes del colegio, los profesores y los padres] es el que decide las normas de funcionamiento interno, básicamente todo lo que tiene que ver con el día a día de los centros”. “La Ley Orgánica de Educación (LOE) establece las competencias que tienen los Consejos Escolares; la más importante de ellas es la aprobación y evaluación tanto del proyecto educativo como el de gestión del centro, así como sus normas de organización y funcionamiento y su programación general anual”.
De hecho, los centros tienen casi total autonomía para regular su funcionamiento, desde los libros que los alumnos han de estudiar hasta el horario de clases. “Es lo más operativo para los centros y además, es la forma de que una mayoría esté a gusto”, dado que son los padres y el colegio los que deciden las normas al alimón, explica Baena. En el caso de niños tan pequeños como Pablo e Inés, llama la atención que las normas sean tan variopintas, pero no hay pensamiento de unificar criterios. Más bien al contrario. “Se va más a permitir mayor autonomía a los centros”, dice Baena.
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