Benedetta Tagliabue: impresiones chinas
Hace una década que Benedetta Tagliabue (Milán, 1964) lleva las riendas del estudio Miralles Tagliabue, que, desde que murió Enric Miralles, ha sacado adelante proyectos esbozados por el arquitecto, -como el rascacielos de Gas Natural o la Biblioteca de Palafolls- y obras nuevas como el Puerto de Hamburgo o el Pabellón de España en la Expo de Shanghai. Tagliabue ha aprendido mucho viajando a esa ciudad china. Nos cuenta algunas impresiones:
“En 1981 viajé a China con mi tío. Pekín estaba invadida por una piel de bicicletas. Centenares se paraban en cada semáforo. Eso ya no existe”.
“En China, el mantenimiento de las ciudades antiguas es más complicado que en las ciudades europeas. Aunque aquí también sea un tema peliagudo y, en general, los políticos duden entre si dejarlas como atracción turística o seguir viviéndolas como parte de la ciudad. Allí sucede algo parecido, sólo que el nivel de infraestructuras que deben construir para dar servicio a todos sus ciudadanos es de una escala tal que sólo para que los ciudadanos se puedan mover tienen un problema enorme. Por eso sus prioridades son otras, no la conservación. Si en treinta años la gente ha aparcado las bicicletas y ha pasado a desplazarse en coche la ciudad no podrá ser la misma. Los urbanistas, de momento, más que conservar o no, lo que quieren es que las cosas funcionen”.
“Cualquier edificio de viviendas chino tiene entre 30 y 40 plantas. Con todo, hay tradiciones que permanecen. Por ejemplo, la orientación de las casas. Siempre tienen la idea de que la casa mejor mira al sur. Mirando al norte sólo se ubican las cocinas o los peores dormitorios”.
“Si en Guangzhou, que no es tan alta como Pekín, observas los bloques de vivienda te das cuenta de que están todos ordenados con el sol. Impresiona. Percibes que por mucho que cambien las ciudades y por mucho que se urbanicen, algunas leyes de la naturaleza les siguen importando. La idea que transmite China es que era un país muy tradicional y también muy supersticioso en el que las leyes, las normas no escritas y también las costumbres, te bloqueaban la vida, te dejaban muy poco por decidir”.
“Es difícil juzgar. La revolución aisló, pero también desbloqueó. Ahora empiezan a ver con distancia y, en parte, eligen volver a atrás y recuperar cosas que, seguramente, no habían perdido del todo, pero que ya no deben demostrar que dan por superadas porque seguramente no lo están y no tienen por qué superarse”.
“El arquitecto del pabellón de China tenía valores y defendía conceptos muy diferentes de los que nos interesan a nosotros. Por ejemplo, hizo en Nanjing un edificio conmemorativo de la masacre de ciudadanos chinos a manos de japoneses. Para comunicar ese dolor decidió copiar el Museo Judío de Daniel Libeskind. Era algo descarado. Cuando lo mostraba y lo explicaba yo no daba crédito. Pero lo curioso es que él era el primero en explicar que era así. Pedí que me tradujeran lo que decía y su discurso fue: “Me he informado en el mundo y he visto que en Berlín había un edificio muy apreciado por los ciudadanos capaz de transmitir el dolor. Como era el mismo tema he decidido copiar ese modelo”. Eso lo explicaba el arquitecto. Con toda naturalidad. Para ellos, si un modelo vale, lo lógico es copiarlo. Ellos tienen este sentido de la copia y la originalidad radicalmente distinto al nuestro. No digo que no sea más sincera su actitud. Pero para los arquitectos extranjeros es chocante que en un país y en pleno siglo XXI se aplauda la copia directa”.
“En China, los arquitectos jóvenes han protestado: se están cargando la ciudad tradicional y no sabemos cómo proponer una alternativa. Fue esa preocupación de mis colegas chinos lo que me llevó a pensar que con la tradición se podía hacer algo innovador. Me he obsesionado con la artesanía. Cada vez que voy me dedico a observar, anotar y fotografiar todo lo que hacen con bambú, con mimbres con cuerdas. Muchas de las cosas son sorprendentes. Los andamios, por ejemplo, están hechos con cuerdas y bambú trenzado”.
“Allí he aprendido a pensar en la artesanía, en lo que está atrás, como vía de futuro. Los oficios artesanos, lo que hacemos con las manos, es una base compartida muy extendida por el mundo. Lo extraño es que no explotemos ese idioma común”.
“La parte antigua, el caso antiguo de Shanghai, todavía tiene esa vida maravillosa de pueblo. Ves que cuelgan la ropa en los árboles como si fueran tendederos. Pero también cuelgan la ropa en la fachada en la planta número treinta de un rascacielos. El ambiente es muy pueblerino y muy metropolitano a la vez. Y resulta chocante y enriquecedor. El mundo privado y el público se mezclan con una naturalidad difícilmente pensable en nuestra cultura occidental. La presencia del humo, de los olores, de la comida, del caos en la ciudad tradicional es todavía muy constante. En la ciudad nueva se pierde mucho eso. El Gobierno chino les está dando pautas para que se comporten. La ciudad está llena de carteles en los que pone, por ejemplo: No escupas al suelo. Eso está mal. Y claro, ese proceso de educación termina por ser represivo: acaba con lo peor y también con lo mejor”.
“Hoy allí se está invadiendo el mundo rural de manera aceleradísima y, por lo tanto, violentísima. Los modelos europeos no son aplicables. Europa también vivió la llegada de la gente del campo a las ciudades para intentar optar a una vida mejor y la posterior invasión de las ciudades hacia el campo para extenderse”.
“Es extraño que, después de trabajar durante años en un lugar, al final siga siendo un enigma para ti. China lo es. Yo regreso siempre entusiasmada, muy cargada de energía. Su historia reciente es inequívoca: cortar por lo sano, acabar con todo, empezar de nuevo con toda la dureza de una tabula rasa”.
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