Ciudad y educación, una parábola
Por la mañana, de camino al colegio, mi hijo T. (8 años) me pide que le pregunte la lección. Explica que en los pueblos de montaña las calles son estrechas y empinadas y las casas, bajas con muros gruesos. Parece yo misma recitando esa misma lección hace más de treinta años. T. avanza por los pueblos de la llanura y llega a las ciudades. Cuenta que su mayor ventaja es la cantidad de servicios y el peor inconveniente, los atascos.
-Le conté a M. L. (la profesora) que tú decías que lo mejor de las ciudades son las oportunidades y lo peor la desigualdad, pero me contestó que opiniones hay muchas –avisa el niño.
Le explico que una cosa son los hechos, que son demostrables, y otra las opiniones, que no lo son. Le pregunto si hace falta que le explique que el tipo de Bangladesh que duerme todas las noches entre cajas de cartón en el portal en frente de casa es un hecho o una opinión. Luego me callo. Al final muchos nos callamos porque no queremos que nuestros hijos rindan mal en el examen.
Continúa el niño con los pueblos de la costa. Cuenta que viven de la pesca y el turismo.
-¿Ah sí? –le pregunto-. ¿Cuántos supermercados hay en X (el lugar donde pasamos el verano)?
-Dos –contesta.
-¿Cuántas agencias inmobiliarias?
-Buff, muchas. Pero muchas están cerradas.
Pues eso. Cuando lo que explican los libros de texto de los colegios no coincide con lo que los niños están viendo en la calle, la lección que aprenden resulta, cuanto menos, perezosa.
II-
Salgo del colegio. Una niña con el uniforme del centro intenta cruzar por el paso de cebra (calle de un único carril). No lo consigue. Los coches, conducidos por los padres que acaban de dejar a sus hijos, no se detienen ante un uniforme del mismo centro. No doy crédito. Me paro en el paso de cebra para que pase la niña. Entonces caigo.
-¿Eres D.?
-Sí -contesta ella.
-Soy la madre de T.
D. es colombiana y nueva en el cole. Mi hijo me ha contado que vive con su madre, que trabaja en una peluquería. Que su padre se quedó en su país y que camina sola al colegio. Esto último lo tiene fascinado.
La niña corre hacia el colegio y entonces entiendo lo que pasaba en el paso de cebra. No es que los coches conducidos por los padres tuvieran tanta prisa. Es que no imaginaban que una niña de ocho años pudiera cruzar la calle sola. Protegemos a nuestros hijos, los montamos en la silla reglamentaria, les abrochamos el cinturón de seguridad y les proporcionamos transporte personalizado en coche. Depositamos a nuestros niños en el colegio y en cuanto hemos cumplido con esa obligación, pisamos el acelerador.
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