Cruceros: manual de uso
Ya veo que el tema de los cruceros levanta pasiones encontradas. No esperaba menos. Yo sin comerlo ni beberlo, ya llevo tres. Y estas son algunas de las conclusiones que he sacado.
1. Un crucero es como una ciudad: cada uno la disfruta a su manera.
Se puede ir a un crucero para hacer lo que se espera que hagas en un crucero: bailar la conga, hacer pandilla con tus compañeros de mesa y prometeros que luego haréis una web para contarlo y estar unidos para siempre, jugar al bingo aunque fuera haga un atardecer de muerte sobre el océano, apuntarte a todas las excursiones guiadas por una señora con una banderita a la que siguen dos mil personas a trompicones, tomarte un cóctel a las siete vestido de primera comunión y hacerte una foto con el capitán, como si fuerais colegas de toda la vida. Pero también se puede ir a un crucero a descansar. Nadie te exige que te apuntes a nada ni que hagas pandilla con nadie. Conozco pocas maneras tan relajadas de pasar una semana leyendo un par de libros, escuchando buena música en una tumbona frente al mar; sin cobertura, sin internet, sin teléfono, sin sobrinos, sin chiringuitos estridentes en la arena y sin tener que preocuparte por qué hacer de cenar o si el Mercadona estará petado de guiris haciendo la compra en bañador y sin camiseta.
2. No todos los cruceros son iguales.
En uno de esos mastodontes de 4.000 pasajeros, el servicio, la comida y las facilidades están, necesariamente, masificadas. Para coger una tumbona en la cubierta de piscina hay que madrugar tanto como para pillar primera línea de playa en agosto en Benidorm; el bufé de las hamburguesas está tomado siempre al asalto por la chiquillería. Y cuando el mastodonte descarga el pasaje, digamos, en una bucólica aldea de una isla griega, el pandemonium que se forma es como si las tropas de Gengis Khan se empeñaran en tomar todas a la vez un pincho de bacalao en Casa Labra (para no madrileños: tradicional bar de la calle Preciados, tan pequeño que hay que tomarse el aperitivo a codazos). Es mejor optar por barcos de tipo medio, de entre 1000 y 1200 pasajeros. Hay tanta diversión y oferta como en los otros, pero no hay tanto espíritu "lata de sardinas" ni te da una angina de pecho cada vez que ves la cola del self-service.
3. La importancia de las escalas.
Al público americano le encanta el crucero por el crucero; es decir, lo que les pone es estar dentro del barco apurando el minibar y todas las atracciones que se les ofrece. Y en general les importa un rábano dónde pare el barco. El turista europeo, en general, tiene otros gustos (para eso aquí tomamos mantequilla de mantequilla, y no de cacahuete). Valora también dónde hace escala el barco. Mi consejo es elegir un crucero que haga escala en ciudades interesantes y que además pare en ellas el tiempo suficiente para al menos hacer el recorrido típico (con ocho horas en Duvrobnik obviamente no te da para escribir un libro de viajes de la ciudad, pero tienes tiempo de sobra para conocerla). Así disfrutas durante las tardes-noches del barco, pero el resto del día puedes hacer excursiones por tierra a lugares de interés.
4. No hay que seguir obligatoriamente a la señora de la banderita.
Otro consejo. Las excursiones organizadas por los cruceros suelen ser caras y un tanto borreguiles. No es obligatorio apuntarse. Te bajas por tu cuenta, pillas un taxi al centro o alquilas una moto, ¡y hala!, eres libre como un pájaro. Puedes elegir ver el Hermitage con otros 200 o verlo solo.
Dicho esto, nos vamos. El Crystal Symponhy suelta amarras en Copenhague. Estamos atracados muy cerca de la Sirenita, pero entre las escasas dimensiones de ella (la sirenita) y el tamaño de él (el barco) no la vemos. Hace una tarde de oro pajizo. Una luz tan densa que te podrías bañar en ella envuelve la bahía. Los daneses holgazanean en las riberas tratando de aprovechar el mayor número de rayos de sol en este crepúsculo veraniego. Hay velas blancas que nos acompañan, pero vistas desde aquí arriba, desde la cubierta del Crystal Simphony , parecen minúsculas rayas de tiza en la pizarra azul del océano. Allá vamos, ¡el Báltico nos espera!.
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