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El fallido aterrizaje en las aulas de la teoría de las inteligencias múltiples

En 1983, el psicólogo Howard Gardner sacudió el mundo educativo con un planteamiento que tuvo el acierto de subrayar que todos los niños son valiosos. Pero los intentos de trasplantar a las clases aquella idea no están respaldados por la ciencia

Howard Gardner teoría de las inteligencias múltiples
Escuela pública en Xaviña, en A Coruña, en 2023.OSCAR CORRAL
Ignacio Zafra

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El psicólogo estadounidense Howard Gardner planteó en 1983 una idea que, como admitió años más tarde, era, en parte, una provocación dirigida más bien a la comunidad científica. Tampoco pensaba que fuera a alcanzar la repercusión que ha tenido. Gardner publicó aquel año el libro Frames of minds, en el que sentó los cimientos de su teoría sobre las inteligencias múltiples. Basándose en una serie de criterios, como que pudiesen aislarse en caso de un daño cerebral o hubiese personas que destacasen de forma excepcional en algunas de ellas, el profesor de Harvard propuso la existencia de siete inteligencias distintas, que a su vez podían vincularse en cierta forma a diversos oficios, explica Marta Ferrero, vicedecana de investigación en la Facultad de Educación de la Universidad Autónoma de Madrid, y autora de un metaanálisis y revisión ordenada sobre el impacto de las intervenciones inspiradas en la teoría de Gardner en el aprendizaje en la escuela en España.

La inteligencia lingüística, que gira en torno al lenguaje, propia, por ejemplo, de escritores y poetas. La lógica, vinculada a los números, característica por ejemplo de matemáticos y científicos con gran habilidad numérica y capacidad de abstracción. La interpersonal, vinculada a las relaciones entre personas, propia de políticos y terapeutas, que destacan por rasgos como la empatía o la capacidad de liderazgo. La intrapersonal, característica de teólogos o psicólogos, con un profundo conocimiento de sí mismos. La musical, relacionada con compositores y directores de orquesta, que tienen una buena percepción musical y sentido del ritmo. La visual espacial, propia de personas dedicadas, por ejemplo, a la arquitectura y a la escultura, con buena capacidad de percepción del espacio y para transformar objetos. Y la cinestésica, común tanto en deportistas como en cirujanos, personas con muy buena motricidad fina y gruesa, y una buena expresión corporal.

En 1999, Gardner, que ahora tiene 80 años y en 2011 recibió el Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales, añadió una octava inteligencia. La naturalista, propia, por ejemplo, de biólogos o meteorólogos, con una gran capacidad para observar e interpretar la naturaleza. Más tarde se han sugerido otras, como la espiritual, pero las reconocidas por Gardner fueron esas ocho, dice Ferrero, una de cuyas líneas de investigación consiste en analizar las teorías y prácticas educativas que no están respaldadas por la ciencia.

El psicólogo evolutivo estadounidense tuvo un gran acierto. Lanzó su propuesta en un momento en el que en el mundo desarrollado se vivía un auge de los test de inteligencia, con consecuencias educativamente reduccionistas. Muchos centros de enseñanza estaban priorizando la enseñanza de la lectoescritura y las matemáticas a costa de otras habilidades, como la educación física o la artística. “¿Cuál es el fin de la escuela? Aprender. Pero si vamos más allá, podemos decir que es ayudar a las personas a descubrir sus potencialidades, que pueden ser una o varias. Y para que uno descubra qué le gusta, qué se la da bien, hay que abrir el abanico. Si quitamos a un niño la posibilidad de descubrir que lo que le llena, le gusta y se le da bien es, por ejemplo, la expresión corporal, le estamos quitando muchas oportunidades”, dice Ferrero.

El mensaje de Gardner fue especialmente bien acogido en el ámbito de quienes trabajaban con alumnado con dificultades de aprendizaje o con necesidades educativas especiales, y de sus familias. “Gardner decía: todos los niños son inteligentes de alguna manera. Que yo lo traduciría por: ojo, todos los niños son muy valiosos, pero cada uno puede diferenciarse según dónde esté su potencialidad, no se tiene que ceñir todo a ser bueno en mates o lengua. De repente, se reivindica que tu niño, a pesar de que tiene un trastorno del espectro autista o una capacidad cognitiva muy limitada, es valioso. Y en ese sentido me quito el sombrero ante Gardner. Pero ahí empieza y termina mi defensa de su teoría”, sigue Ferrero.

Ausencia de pruebas

El primer problema del planteamiento de Gardner es que las investigaciones realizadas por expertos en psicología y áreas afines, como la neurociencia, no han hallado pruebas de que las personas tengan más de una inteligencia. “Las pruebas disponibles hoy, lo que demuestran, y siempre coinciden equipos de investigación diferentes que lo evalúan de forma diferente, es que tenemos una única inteligencia general, a la que se llama factor general. Y que de ella penden muchas otras habilidades que correlacionan fuertemente entre sí y se relacionan fuertemente con el factor general”, dice Ferrero.

El propio Gardner admitió en 2003, en el prólogo de un libro escrito por otros autores, que usó la palabra inteligencias para llamar la atención sobre el problema de fondo. “Si hubiera escrito un libro refiriéndome a habilidades, o dones, es improbable que la teoría hubiera recibido la atención que ha recibido”, escribió. En el mismo texto añadía: “Aunque me gustaría, no puedo afirmar que la teoría de las inteligencias múltiples sea correcta. O que las prácticas asociadas a ellas vayan a ser exitosas. No tenemos datos suficientes para afirmar eso. Hace falta más investigación sobre la aplicación de la teoría de las inteligencias múltiples al ámbito educativo”.

Originalmente, su teoría no estaba diseñada pensando en su aplicación en los centros educativos. Y, de hecho, cuando empezó a ocurrir, salió al paso de algunas de las maneras de aterrizarla en las aulas. No creía, por ejemplo, que para enseñar cualquier concepto en clase hubiera que adaptarlo a las ocho inteligencias. Y advirtió contra la práctica de someter al alumnado a cuestionarios para determinar cuáles eran sus inteligencias dominantes. Los consideraba un error en la misma línea de los test de inteligencia convencionales, de cuyos resultados existía el riesgo de que se concluyera que un chaval era, por ejemplo, musical o lingüísticamente muy flojo.

A pesar de la falta de evidencias, Ferrero ―que fue maestra antes de reorientar su carrera hacia la psicopedagogía y la psicóloga cognitiva del aprendizaje, y tuvo que formarse en inteligencias múltiples y aplicarlas en el aula― lamenta que aún haya muchos cursos de formación del profesorado que empiezan pasando a los docentes uno de estos cuestionarios, “para que descubran cuáles son sus inteligencias múltiples y sus carencias, y no condicionen así a su alumnado. Y el siguiente paso es hacerles ese mismo cuestionario a sus estudiantes para saber cuáles son sus inteligencias dominantes”.

También hay aulas, prosigue Ferrero, donde se explican los conceptos tratando de adaptarlos a las ocho inteligencias, con frecuencia de manera forzada. Uno de los trabajos para su revisión sistemática incluía una tabla sobre actividades inspiradas en las teorías múltiples que sus autores habían utilizado para trabajar en clase las enzimas. “La tabla tenía dos columnas. Una con la inteligencia trabajada y otra con la actividad. Y en el apartado de la inteligencia musical ponía: ‘Hacer un power point sobre las enzimas mientas escuchamos música de enzimas…”.

La revisión de Ferrero concluyó que no “existe evidencia adecuada y suficiente para poder establecer la eficacia de aplicar la teoría de las inteligencias múltiples en la mejora del rendimiento académico de los niños”. A pesar de ello, prosigue, la teoría sigue aplicándose en muchos centros. Y como en otros casos, además de personas que lo hacen de buena fe, “hay también negocios privados, empresas, que se lucran en la formación de docentes lanzando un mensaje que no está contrastado”.

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Sobre la firma

Ignacio Zafra
Es redactor de la sección de Sociedad del diario EL PAÍS y está especializado en temas de política educativa. Ha desarrollado su carrera en EL PAÍS. Es licenciado en Derecho por la Universidad de Valencia y Máster de periodismo por la Universidad Autónoma de Madrid y EL PAÍS.
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