La enseñanza de lengua: nuevos enfoques curriculares
Los cambios en la educación lingüística suponen un desafío complejo y apasionante a la vez
“Cada lengua constituye un cierto modelo del universo, un sistema semiótico de comprensión del mundo, y si tenemos 4.000 modos distintos de describir el mundo, esto nos hace más ricos”. Así recuperaba el filólogo V. V. Ivanov a inicios de los noventa del pasado siglo la visión de la interpretación babélica de las lenguas del planeta, una relectura llena de ecos y voces culturales que también fue rescatada por Umberto Eco en muchos de sus trabajos.
En cierto modo, esa idea de las lenguas como cajas de resonancias que encierran la pluralidad de encuentros en la comprensión ―compleja y diversa― de las culturas y sociedades está presente en nuestras aulas y también en el nuevo enfoque curricular de la materia de Lengua Castellana y Literatura en la LOMLOE. Recordemos esas aulas multiculturales que, con grandes dosis de realismo, retrata por ejemplo la película Entre les murs (La clase, en su traducción al título en español), de Laurent Cantet. Es lo que vemos, cada vez más, en nuestro día a día.
En medio de un sinfín de críticas y de opiniones –muchas de ellas basadas en el discurso de la queja continua, a veces con razón– sobre el novedoso papel del docente, se hace necesario construir una reflexión que nutra de sentido y rigor a una visión problematizadora de la enseñanza tradicional de esta asignatura. Las horas dedicadas a la educación lingüística en la ordenación curricular son clave para la construcción de una ciudadanía responsable en esta época convulsa y, por ello, necesita de una “posición ética exigente” que ya menciona el también discutido perfil de salida al término de la educación obligatoria, recogido en el Real Decreto publicado por el Ministerio el pasado marzo.
Porque, sí: los nuevos enfoques curriculares de las materias de lenguas nos conducen a lo que Daniel Cassany en El arte de dar clase (Anagrama, 2021) llama la necesidad de fomentar la criticidad. El giro propuesto supera en cierto modo la perspectiva descriptivista que tanto ha caracterizado a nuestra didáctica tradicional de esta materia. Nos sugiere, así, sumergirnos en una mirada reflexiva sobre cuál es el sentido de la profundización en los engranajes del funcionamiento de una lengua, su impacto social (no podemos desvincular una lengua de su contexto, por más que queramos, ni de las realidades de sus hablantes), su evolución, sus giros en el uso y los aspectos pragmáticos que rodean a todo acto comunicativo, claves muchos de ellos para una convivencia plural y respetuosa y como medio para la consecución de la cultura de la paz.
Henry Giroux y otros defensores de la pedagogía crítica nos alertan sobre las consecuencias de despojar la educación del lenguaje de la responsabilidad social, situación que nace ante los temores que siente el profesorado cuando se posiciona ideológicamente, aunque sea de forma fugaz, en cuestiones de índole social. Ese temor aleja la figura del docente de lenguas de cualquier atisbo de reflexión profunda que implique una mirada relativista y pluridimensional de los enfoques lingüísticos tradicionales en los que nos movemos a la hora de dar clase.
Dicho de otra manera: el sistema de convenciones y prescripciones de la lengua, asentado durante el siglo XX y sobre el que aprendimos en las facultades cuando nos formamos en el campo de la filología o cuando nos preparamos para ejercer la docencia, parece un bien supremo inmutable, por lo que, ante la inseguridad que nos provoca mantener una posición activista y novedosa, nos refugiamos en lo que la tradición nos enseñó: la lengua como una estructura cuasi etérea y abstracta; un sistema alejado de todo atisbo de discusión, así como de los usos y realidades sociales emergentes; un instrumento de comunicación que funciona al dictado de muchas teorías gramaticales clásicas que, a pesar de que han sido sometidas a discusión desde diferentes ángulos, parecen mantenerse con ese aspecto impoluto y esplendoroso que recuerda a la imagen física de Dorian Gray, en la novela de Oscar Wilde, distanciada de los signos que se iban reflejando en el retrato oculto.
Alejar la lengua, en su didáctica, de las convulsiones sociales, del debate público sobre los derechos humanos, del desarrollo sostenible y del bienestar común, es un craso error: el ciudadano, para ser ciudadano, debe ser primero hablante y oyente en comunidad, capaz de identificarse con conciencia en las voces de los contextos en los que interactúa y se relaciona, por lo que su capacidad comunicativa (gran finalidad, no lo olvidemos, de nuestras clases) debe orientarse a ello. Y, en esa expresión continua, coral, dialógica e interrelacional, el alumnado tiene que saber desenvolverse con propiedad y con mirada crítica en los problemas emergentes que lo rodean y que marcan las agendas regionales, nacionales e internacionales, utilizando la verbalización como un medio, y no tanto como un fin.
La clase de lengua es el espacio más apropiado para ese diálogo, para esa construcción colectiva del pensamiento que se hilvana a través de interacciones guiadas, más que a través de los aislados análisis oracionales de la gramática tradicional basados en la abstracción que muchas veces quedan en la superficie. Este espacio se debe cimentar en una comprensión compartida de lo que encierran palabras y textos que versan sobre esta era compleja, en una globalidad comunicativa nutrida de ecos del pasado y con el horizonte puesto en la construcción de un futuro mejor. Y sus docentes no podemos permanecer impasibles ante ello, inmovilizados por el miedo a posicionarnos críticamente, junto a nuestro alumnado, en este tiempo que nos ha tocado vivir que requiere de explorar la etimología, los significados de las palabras y sus relaciones, claro que sí, pero también de impregnarse de perspectivas cooperativas y de un proceso de intercomprensión también en el plano lingüístico.
Es en ese marco de edificación de un corpus lingüístico propio y colectivo a la vez donde se justifica la nueva competencia plurilingüe, llamada a ser uno de los pilares para la necesaria educación intercultural, más allá de identidades nacionales, como una muestra más de la heterogeneidad que encierra cada individuo en una sociedad dinámica y cambiante, también en cuanto a las lenguas que maneja y las que se manejan en su entorno próximo.
Es un proceso complicado, no lo niego. Implica cambiar esquemas preconcebidos en los que leer y escribir sigue entendiéndose como procesos mecánicos de descodificación y codificación. Y es más que eso, sobre todo cuando vamos avanzando de curso en la educación obligatoria y, por supuesto, en Bachillerato. Supone también dotar de un espacio propio a la oralidad, la gran olvidada de nuestras aulas ―a veces por falta de tiempo, otras por la dificultad de realizar registros para su evaluación―, y hacer que nuestros estudiantes siempre tengan una razón para hablar, escuchar y comprender.
Por ello es necesaria esa mirada crítica, más allá de las estructuras e incluso de las macroestructuras textuales. Un acto complejo pero apasionante a la vez. Más que un anhelo, un grito de esperanza que supere la palabra en su forma, para explorar su fondo, valga la metáfora, con el fin de que lo que perviva en el estudiante sea precisamente ese grito. Porque así nos lo contó Gloria Fuertes en sus versos: “después el ronquido, / después el silbido, / luego la palabra, / después otra vez el grito.”
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