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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Educación: trabajadores esenciales

Hay que salvar este curso. Como docente, quiero volver a clase a pesar de la ausencia de estrategias claras o eficaces

Estrella de Diego
Dvd 802  24/8/16              Escenas de estudiantes en la Universidad Complutense.                    KIKE PARA.
Dvd 802 24/8/16 Escenas de estudiantes en la Universidad Complutense. KIKE PARA.Kike Para

El pasado 9 de marzo, a última hora de la tarde, la Comunidad de Madrid valoraba suspender las clases en las cinco universidades públicas del área: Complutense, Autónoma, Politécnica, Carlos III y Rey Juan Carlos. Poco después de un cúmulo de eventos multitudinarios celebrados en Madrid con la aquiescencia de los responsables sanitarios —manifestaciones, partidos de fútbol, conciertos…—, los casos de covid-19 se dispararon —como ocurre ahora, con el curso escolar pisándonos los talones—. Las autoridades madrileñas calcularon el enorme riesgo de contagio en un sitio cerrado en el cual se concentraba un número elevado de personas, en las aulas hay ventanas, pero los edificios son tan fríos que no se abren para no vernos obligados, profesores y alumnos, a trabajar con abrigo.

En mi facultad, la de Geografía e Historia de la Complutense —la mayor universidad presencial de España con unos 80.000 estudiantes, más los profesores y profesoras y el personal adscrito a la administración y servicios— se cruzan diariamente en torno a 4.000 individuos. Todos pensamos que era prudente esperar a que los contagios se controlaran para retomar la docencia, sobre todo porque antes del confinamiento total y a los pocos días imaginamos que sería cosa de un par de semanas. Sin entender lo que estaba ocurriendo —igual que el resto del país—, de un día para otro nos cerraron la facultad a cal y canto: imposible volver al despacho por libros, notas de clase e incluso el ordenador. La facultad pudo reabrir a finales de junio con todas las medidas gubernamentales —control de entrada y salida, gel, recorridos prefijados…— y fue la constatación de una realidad con nada de normal.

Fue el triste desenlace para unos meses de trabajo intenso de profesores y estudiantes sin directrices, teniendo que pasar en 24 horas de lo presencial a lo no presencial sin medios, sin presupuestos adicionales; trabajando desde casa con lo que cada uno tenía; tratando, docentes y discientes, de salvar el curso, de apoyarnos, de estar en contacto por Meet, Skype, Zoom, el campus virtual…. Obstinados en ocuparnos de aquello que, en el fondo, parecía no preocupar al resto: proseguir con el aprendizaje. No se hablaba lo suficiente de los estudiantes sin clases regladas, a expensas de la imaginación, y las máximas autoridades tardaron semanas —literal— en verbalizar lo obvio: cómo se había agudizado la brecha social. ¿Qué ha pasado con quien no tiene ordenador ni wifi ni una casa capaz de albergar niños y teletrabajo?

“Las máximas autoridades tardaron semanas en verbalizar lo obvio: se había agudizado la brecha social”

Pero ahí estábamos los implicados en la educación pública —y me consta que fue igual en los colegios y los institutos por parte de profes, estudiantes, padres y madres—. Trabajadores esenciales tratando de compensar el hueco; sufriendo insomnio por el futuro, porque el futuro era ese presente malgastado. La prosperidad de un país depende de la formación de sus habitantes. Por eso, cuando la biblioteca de mi facultad nos avisaba del acuerdo con algún portal de publicaciones online, por un tiempo breve porque el dinero no daba para más —el decano y el personal han tenido un comportamiento ejemplar durante el encierro y tratando de organizar la vuelta- les dábamos las gracias de corazón—.

En la pública damos las gracias por casi todo, protestamos por casi nada, entre otras cosas porque sabemos que es lo que hay: al no ser ocio nocturno ni un bar, nadie va a escucharnos. Desde tiempos inmemoriales, las autoridades de este país y, por tanto, sus habitantes sienten un desprecio absoluto hacia el conocimiento. En una llamativa actitud cortoplacista no entienden cómo la formación de las personas tarda en producir beneficios, pero es el dinero mejor gastado. Por eso, imagino, gobierne quién gobierne, se invierte poco en educación e investigación y ahora se están notando las consecuencias.

Además, vivimos en un país de improvisaciones, sin estrategias a medio y largo lazo —y siento recurrir al tópico—. Se ha demostrado esta falta de previsión a todos los niveles desde que se “abrió” la vida de nuevo. Porque somos cigarras —en todo el Estado y gobierne quien gobierne—, hemos basado nuestro modelo productivo en los servicios, sin comprender que la educación es prosperidad a largo plazo. Y es lógico que mientras ha durado el primer embate de la epidemia —nos dirigimos, tal vez, peligrosamente al segundo, pese al disimulo—, mientras ha habido que proteger a hospitales y sanitarios —por eso y no para salvar vidas hemos sido confinados, por cierto—, no se haya podido pensar en otras cosas. Sin embargo, en el “regreso” no he oído hablar más que de bares, peluquerías, discotecas, fútbol …. y poco de la vuelta al curso escolar. Y cuando se ha hablado ha sido con eslóganes y sin estrategias claras o eficaces, sin medios para implementarlas. Entre otras cosas, la campaña informativa de los responsables sanitarios entre los jóvenes ha sido desastrosa: no se trata de proteger a los “vulnerables” —qué cansinos con la misma muletilla—, sino de preservar el futuro, de que los niños y niñas y los y las jóvenes se puedan seguir formando. La ecuación es sencilla: cuanto más contagios, menos clases.

“Como docente me considero personal esencial y quiero volver a clase, a pesar de estar segura de que ningún político ha dedicado dos minutos a pensar en mi seguridad”

El curso pasado se ha perdido, en especial en el caso de los más pequeños que en sus colegios aprenden no solo conocimientos: aprenden diversidad, negociación con lo diferente, sociabilidad, disciplina como convivencia… Cosas, en suma, que es más complicado aprender en familia. Hay que salvar este curso. Como docente me considero personal esencial y quiero volver a clase, incluso si me juego la vida, igual que en un tren hasta los topes, con un señor tosiendo sin parar todo el viaje, a mi lado. Y quiero volver, a pesar de estar segura de que ningún político ha dedicado dos minutos a pensar en mi seguridad —ocurrió con el personal sanitario en lo peor de la epidemia—. Una vez más me buscaré la vida: abriré la ventada cada hora durante 10 minutos, como dicen los alemanes que sí llevan meses planteando la vuelta a las clases —y volviendo—.

Hace una semana, Amy Davidson Sorkin comentaba en The New Yorker cómo Trump, en un país con un sistema educativo muy diferente del nuestro, había perdido tres meses sin establecer un planning claro para el regreso a las aulas. Entiendo que es un momento delicado, nada sencillo, pero presiento que aquí nos ha pasado lo mismo, de modo que otra oportunidad histórica perdida en materia educativa, al menos como colectividad.

Estrella de Diego es catedrática de Historia del Arte de la UCM y Académica de Bellas Artes de San Fernando

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