La batalla por la atención del ser humano
Apple, en lugar de dejar elegir al usuario su motor de búsqueda, le da a Google una ventaja injusta a cambio de un honorario voluminoso

El juicio antimonopolio contra Google finalmente ha revelado lo que el motor de búsqueda dominante del mundo está dispuesto a pagar —y puede pagar— para ser la opción predeterminada en los teléfonos inteligentes y otros dispositivos: 26.000 millones de dólares solo en 2001, 18.000 millones de los cuales fueron a manos de otro gigante tecnológico, Apple. Si bien Google ha intentado ocultar esta cifra durante mucho tiempo, siempre se supo que la cantidad era grande —y, efectivamente, lo es—.
¿Qué es lo que está pagando Google? Cuando configuramos un iPhone nuevo, Apple podría preguntarnos qué motor de búsqueda queremos utilizar como opción predeterminada en su buscador Safari. Pero no lo hace. Simplemente elige Google de manera automática. Por supuesto, podemos ir al apartado de configuraciones y cambiar la opción predeterminada con unos pocos golpecitos en la pantalla (otras opciones incluyen a Yahoo, Bing, DuckDuckGo y Ecosia). Pero casi nadie se preocupa por eso. Entonces Google le transfiere miles de millones de dólares a Apple todos los años para minimizar las posibilidades de que los ingresos publicitarios del motor de búsqueda del iPhone vayan a otra compañía que no sea precisamente Google.
En la actualidad, se podrían tomar varias posturas diferentes respecto de esta cuestión. Se podría decir que Google es el malhechor. Pero también se podría decir que ese papel le corresponde a Apple. Después de todo, en lugar de pedirles a los usuarios que elijan, la compañía con sede en Cupertino le da a Google una ventaja injusta a cambio de un honorario voluminoso. Quizá Google, en realidad, sea la víctima. Como tiene el mejor motor de búsqueda, las empresas que quieren maximizar el valor para sus clientes deberían elegirlo de todos modos. Pero en lugar de hacer que Google sea la opción predeterminada sin coste, Apple la extorsiona con la amenaza de venderle esa condición a un mejor postor. Probablemente, esté apalancando su poder de comprador único para restringir el comercio y distorsionar la competencia.
Uno podría decir que todo esto no es, ni más ni menos, que una situación normal en la denominada como “economía de la atención”. Al hacer inversiones enormes y desplegar una creatividad y un ingenio sin parangón, Apple se ha constituido como el principal proveedor de las cadenas de valor de hardware y software. Gracias a sus esfuerzos, ahora tenemos la plataforma iOS, un motor poderoso de liberación humana que nos ha brindado un acceso extraordinariamente valioso a las tecnologías de la información, de las comunicaciones y del entretenimiento.
Semejante ingenio no solo debería ser recompensado financieramente, sino que esas recompensas deberían cumplir un propósito más importante, incentivando a otros emprendedores innovadores actuales y futuros a dedicarse a la creación de productos y servicios que sean genuinamente útiles, en lugar de desarrollar actividades socialmente nocivas como son las estafas con criptomonedas. El iPhone es un producto que Apple puede vender. Pero también puede vender la atención de los usuarios de iPhone a empresas que estén dispuestas a pagar por ella. ¿Por qué Apple no debería cobrar lo que quiera por ofrecer ese servicio?
Finalmente, uno podría abogar para que a los usuarios se les ofrezca una opción, a fin de garantizar un campo de juego equilibrado entre los motores de búsqueda. Si Google tiene el mejor motor de búsqueda, podría terminar con una participación o cuota de mercado del 60%, mientras que cada uno de los otros cuatro motores podría garantizarse un 10%. ¿Pero qué pasa si los usuarios que no están plenamente informados o que, realmente, no prestan suficiente atención optan, sin querer, por un servicio inferior? La experiencia de usuario general en el mundo real se habrá degradado en aras de un “campo de juego nivelado” abstracto.
Cada una de estas posturas se puede defender convincentemente, y ya se les han pagado a abogados y economistas con gran pedigrí grandes sumas de dinero para perfeccionar estos argumentos y ofrecer una evidencia de respaldo. Cuando se trata de determinar qué opinión es más fiel a los hechos o es más convincente desde un punto de vista lógico, el problema está, como el diablo, en los detalles. Después de todo, la cuestión es compleja. ¿Cómo funciona, exactamente, la atención humana y quién debería tener el derecho de captarla, dirigirla o acopiarla para obtener datos de los usuarios?
En la Polonia de principios de la era moderna, los nobles tenían el derecho de controlar a sus siervos y recaudar la riqueza generada por su trabajo en los campos. Cuando los siervos intentaban huir, los cosacos los perseguían y los traían de vuelta a cambio de una pequeña retribución. No sorprende ver que algunos analistas se refieren a nuestra era actual como una era naciente de “tecno-feudalismo”.
Aun así, no me parece que sea el término correcto. Y me preocupa que nos lleve a adoptar las analogías erróneas al intentar entender con precisión cómo funciona la economía de la información-atención. Mi problema es que no se me ocurre una metáfora mejor. Encontrar una metáfora tal vez sea el primer paso para evaluar con precisión el mundo que hemos forjado.
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